Martín Prieto

Desenterrando a García Lorca

Hace ahora 75 años Federico García Lorca se refugió en Granada huyendo de la locura colectiva, primero en la familiar Huerta de San Vicente, en la vega, y después en casa de los hermanos Rosales. Luis, gran poeta, era el jefe de la Falange granadina y amigo íntimo de Federico por encima de las hemiplejias cerebrales de la política. Sabiendo que su domicilio era intocable, los varones acudieron unos días para calibrar frentes dispersos, dejando a Lorca al cuidado de la madre y las hermanas. Se sabe quién denunció su presencia por antiguas reyertas por lindes de tierras y cómo terminó la vileza. Los Rosales se presentaron de uniforme ante el gobernador militar de la ciudad exigiendo al hombre bajo su protección. En el despacho se desenfundaron las pistolas, pero Lorca ya estaba muerto. Luis arrastró de por vida la amargura de aquella vileza de la que se sentía injustamente culpable. Mi querido hispanista, Ian Gibson, ha sido uno de los empecinados en excavar el barranco de Víznar hasta el centro de la Tierra en busca de los restos del gran bardo y dramaturgo, y me temo que sigue insistiendo como buen irlandés. Por Granada corre desde hace años una leyenda urbana: que los Rosales removieron los cielos hasta entregar a la familia los huesos del poeta, que fueron depositados en el panteón amical de otra ciudad andaluza a cuyos mármoles quedó acogido de incógnito. Lo cierto es que con gran delicadeza la familia Lorca nunca quiso saber nada de esta arqueología morbosa, y con gran sensatez siempre rechazó la politización banderiza que siempre se ha querido hacer con el autor de «Yerma» o «Poeta en Nueva York» y que culminaría con la exhibición obscena de su calavera. Hemos tenido la sensibilidad de no hacer conmemoración del 75 aniversario del inicio de la Guerra Civil. Hay que estudiarla, y sobre todo la historia de la II República. Los Lorca sí que entienden la memoria histórica.