Alfonso Ussía

Despachos

La Razón
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Visitar a un poderoso en su despacho es como verlo desnudo. El despacho lo dice todo. Vengo observando desde la lozanía que a los hombres bajitos les apasionan los despachos grandes y suntuosos. –Puede pasar. Don Lauro le está esperando–, anuncia la secretaria al tiempo que abre la puerta. Y no está don Lauro. Don Lauro no se halla. Al fin, carraspea y se adivina en la lejanía a don Lauro que, haciendo un esfuerzo muy de agradecer, se ha incorporado y acude a saludar al visitante. He conocido despachos casi tan grandes como la provincia de Badajoz. El gran hombre –o mujer– de empresa, el ejecutivo arrollador, tiene a la izquierda de su sillón de poder una mesa con siete teléfonos. Si el visitante es medianamente observador comprobará que cinco de ellos no están enchufados. Y don Lauro, ya sentado en su sillón de trabajo, con las puntas de los pies acariciando el suelo, formula la pregunta obligada. «¿Qué le parece mi despacho?». Si se desea algo en particular de don Lauro, la respuesta tiene que conllevar un énfasis de admiración incontenible. En caso contrario, la sinceridad es lo más conveniente para no horadarse la dignidad. «Me parece horroroso, atroz».

Pero se trata del despacho de don Lauro en la sociedad privada que preside don Lauro. Y don Lauro no tiene que dar cuentas a nadie de los metros cuadrados que conforman su despacho, de los cuadros que cuelgan de sus paredes, de los muebles que pueblan su inmensa superficie y de las fotografías dedicadas a don Lauro que abarrotan las estanterías de su biblioteca, donde la riqueza bibliográfica más exquisita es la Enciclopedia de Espasa-Calpe. Si don Lauro, o don Hortensio, o don Magnolio pagan su despacho, pueden hacer lo que quieran. Faltaría más. Y si gustan de quimeras chinas, grandes piezas de piedras semipreciosas –lapislázulis y amatistas, preferentemente–, y una niña cabalgando sobre un cisne de Lladró, hacen muy bien en culminar el deseo de sus gustos.

Otra cosa son los despachos públicos, que pagamos todos los ciudadanos, y que son objeto de continuas remodelaciones cada vez que cambia el temporal usuario del mismo. Hay ministros que antes de jurar su cargo ante el Rey, se gastan el dinero de todos en la decoración de su despacho. Y alcaldes. Y alcaldesas. Muchos madrileños mostraron su animadversión hacia la anterior alcaldesa de Madrid, Ana Botella, que no gastó ni un euro en redecorar el espantoso despacho de Ruiz Gallardón. Soportó la fealdad con decente honestidad y ahorro. Y fue una buena alcaldesa, con más aciertos que errores.

Los madrileños creímos que esa elogiable actitud ahorrativa se mantendría durante el período de poder temporal de Manuela Carmena, que está dejando las arcas del Ayuntamiento de Madrid como Montoro los ahorros de quienes trabajan, que no son los mismos que los que tienen. Pero doña Manuela, que desea pintar los taxis de Madrid de blanco y amarillo, que concede a los «okupas» edificios municipales para albergar la basura de los vagos, que ampara a quienes insultan a las víctimas del holocausto o los mutilados por la ETA, y contrata a sus familiares con una generosidad sólo superada por la que muestra para con los familiares de su inmediata inferior, Rita Maestre, esa mujer de paz y justicia que no tiene ni idea de lo que es un Ayuntamiento como el de Madrid, ha dado con el clavo de la sabiduría. Invertir 350.000 euros en su despacho y en el de doña Rita, con el fin de poder trabajar en un ambiente más cercano y solidario con la clase trabajadora, con los desheredados, con los «okupas» y con los socios que se den de baja del Club de Campo. Al fin y al cabo, ¿qué son 350.000 euros para gobernar Madrid desde un despacho más acorde con las necesidades de nuestros días? Nada.

Nada, pero bastante. Me quedo con el hortera de don Lauro, que ha trabajado toda su vida para tener el espantoso despacho que se paga él mismo.