Alfonso Ussía
Día de árboles
Con mis amigos Ricardo Escalante y el profesor Cué –cuyo único defecto harto reprochable es su afición a los cristales de Murano–, he rendido visita a los dioses de la naturaleza en La Montaña de Cantabria, los árboles. En Liébana, la braña de los tejos. Tejos milenarios, con los troncos retorcidos como los colmillos de Rita Maestre, enraizados en rocas, poseedores de una altivez sólo sometida a sus siglos de vida. Y de ahí, al castañar de Pendes. Castaños inmensos, centenarios, con un diámetro en sus troncos inabarcable. Hace veinte años, pocos turistas ascendían hasta Pendes, donde el castañar es también púlpito que domina el principio –o final– de Liébana, y los macizos rocosos se estrechan y unen en el desfiladero de la Hermida. Encinas de roca y un bosque denso y variado custodiando el curso del río, un Deva salmonero y truchero que baja humilde por estas fechas. Hoy suben a Pendes centenares de personas, por lo normal educadas y respetuosas con el entorno, y muchas de ellas descienden con un queso que elabora y vende un simpático y comercial paisano que tiene en ese paraje infinito una quesería de estimable calidad. Liébana ofrece los bosques de hayas y robles más extendidos de La Montaña, y en noviembre representan el espectáculo grandioso de su agonía. Robledales desdibujados y hayedos de sangre y siena. En Ruente, valle de Cabuérniga, lugar de los Terán, se alza un robledal grandioso, oculto y discretamente apartado de los caminos. No hay indicaciones para visitarlo, y bueno sería que en sus inmediaciones se anunciara su existencia con unos carteles en los que se leyera: «Robledal. Prohibido el paso a los constructores y promotores inmobiliarios». Troncos de veinte metros de altura, rectos como los mástiles de una goleta. Cuando un constructor se topa con esa perfección de la naturaleza, convierte en su imaginación a los árboles en vigas. Como aquel importante y bastante inculto constructor que desde la terraza del Club Financiero Génova de Madrid al contemplar el Palacio de Buenavista, sede del Estado Mayor del Ejército de Tierra, uno de los más hermosos palacios de la capital de España, comentó con su habitual desparpajo: –¡Coño, qué solar!–.
Más arriba de Ruente, también en Cabuérniga, en el ascenso hacia el puerto de La Palombera y el desvío de Sejos, se halla el rotundo hayedo del Jilguero. Corzos y sombras de lobo. En lo alto, las hayas autorizan la presencia de los abedules, más resistentes al frío y los vientos. Y en La Palombera, las vacas tudancas descansan sobre el asfalto y miran muy malamente a los conductores que presionan las bocinas de sus coches. Tudancas y caballos, estos últimos ocupando los prados, brañas y alcores en los que años atrás pastaban las vacas lecheras, que han disminuido de número alarmantemente. Por La Palombera, acompañado del gran cineasta Mario Camus, hermano de Solita y cuñado del Señor de La Montaña, Manuel Escalante, hizo su entrada en Cantabria Antonio Gala. De aquel golpe de belleza, Gala publicó en «Sábado Gráfico» su texto «Castilla arriba», cuyo manuscrito guardo y que principia así: «Cuando llego a la provincia de Santander y me siento en uno de sus prados muelles, verdes y jugosos, me asaltan dos temores. Que si respiro fuerte, me tragaré una vaca, y que si permanezco sentado más tiempo de lo debido, me crecerá la hierba a mí también».
La mies de Ruiloba la conocían los romanos como el Valle de los Laureles. En Novales, el de los limones. Los primeros limones que se exportaron a Inglaterra eran de Novales, porque son perfectos para el «Gin Tonic». Con una corteza gruesa y poderosa y un aroma a cidra elegida que no se da en otras latitudes. En Ruiloba, en la casa de los Soto, crece la mejor araucaria peruana de la provincia, y entre Udías y cabezón, se levanta el más compacto bosque de secuoyas de España, que recorren por sus sendas centenares de visitantes todos los días. El hombre, ante una secuoya de cuarenta metros de altura, siempre que tenga vergüenza torera, se admira y compadece simultáneamente de su pequeñez.
Tierra adentro, La Montaña de Cantabria es el hayedo, el robledal, el castañar, la nogalera, el encinar de roca, el prado y los ríos. También el venado, el jabalí, el oso, el lobo, el corzo, la nutria, el salmón, el reo y la trucha. Mil verdes enfrentados. Y claro, del mismo modo que se camina por su naturaleza y entre sus árboles dioses disfrutando de sus dibujos únicos, se llora cuando está cerca el día del abandono, del encuentro con el asfalto, el cemento, el ruido y las multas por aparcar en doble fila, que hay que ser idiota para abandonar los paisajes en pos de los aparcamientos en doble fila.
Como el que escribe.
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