César Vidal

Diga usted que sí, Doña Cristina

Confieso que hay ocasiones en que me veo sumido en el más profundo estupor. Estuvo a punto de sucederme hace unos días cuando una política afirmó que los piropos deberían ser ilegalizados. Con todo, el anonadamiento me ha venido al contemplar a Cristina Almeida afirmando que estaba totalmente de acuerdo con la veda del piropo porque a ella, como mujer, le gusta ir tranquila por la calle. Este tipo de afirmaciones sólo acierto a atribuirlas a dos posibles razones. La primera es que, efectivamente, se correspondan con la verdad y Doña Cristina esté harta de que, mientras circula por calles y avenidas, surjan mozos exaltados que alaben su piel suave y aterciopelada, jóvenes incontrolados que elogien su talle de avispa y mozalbetes que musiten frases encendidas a la vista de sus torneadas piernas. De acuerdo con esta primera hipótesis, resulta una maldición horrenda disfrutar de una apariencia física como la de doña Cristina dado que provoca irremediablemente y a cada instante requiebros en cadena. Yo me hago cargo. Claro que también existe una segunda posibilidad. Es la de aquellos – en este caso aquellas– que saben que determinadas sonrisas de la vida nunca les serán dirigidas, que los halagos les son negados y que las palabras hermosas nunca recalarán en ellos o, en esta ocasión, en ellas. Son los mentecatos que odian al inteligente; los ignorantes que aborrecen al sabio; los analfabetos que abominan al que lee; los mancha papeles que no soportan a los buenos escritores. Todos y cada uno prohibirían si en su mano estuviera el talento, la brillantez o la belleza. Debe reconocerse que algunas ideologías de carácter igualitario han avanzado no poco por esa senda más de una vez empapada de sangre inocente. Yo comprendo – aunque, en el fondo, me de mucha compasión– que esas mujeres a las que la Naturaleza les ha negado alguna manifestación mínima de hermosura se sientan como de parto al contemplar que otras más agraciadas despiertan las miradas y descorren los labios de los varones. Incluso no me extrañaría que ese refrán tan tonto y tan falso que afirma que «la suerte de la fea la guapa la desea» fuera un invento suyo para intentar compensar lo que la realidad desmiente a cada instante. No se crea, desde luego, que ese es el caso de doña Cristina Almeida. A decir verdad, no hay nada más que verla para saber que no puede dar un paso sin que estén a punto de matarla a piropos.