Marta Robles

Dios salve al César

Nadal. «Nadal el grande», «Nadal el excelso», «Nadal I de España y V de Francia». «Rey de las pistas de arcilla», «Príncipe de los másters» (con una docena, sólo dos títulos menos que Pete Sampras y cinco menos que Roger Federer) y «Emperador de los Grand Slams», con su octava victoria en Roland Garros, única, una gesta exclusiva en la historia del tenis.

Si todo esto hubiera sucedido sin que el último enfrentamiento hubiese sido contra su compañero, compatriota y amigo David Ferrer, aún estaríamos más contentos. Porque el entusiasmo del de Jávea hubiera merecido mayor gloria, pero encontrarse a su bestia negra, a ese Nadal imbatible, en su primera final del Grand Slam, suponía una prueba todavía mayor de las que tuvo que superar el mismísimo Hércules. No pudo ser para David. Y para Nadal, sí. Venció Rafa, como se esperaba, aunque hace no mucho tiempo esa lesión que le tuvo siete meses apartado de las pistas nos sumiera a todos en la incertidumbre de si tendría que abandonar el tenis para siempre. Pareció una posibilidad. No tuvo que hacerlo. Bien al contrario.

Regresó a Roland Garros aún más poderoso, con la energía multiplicada sobre la tierra roja. Nadal, más Nadal que nunca, volvió a llevarse la Copa de los Mosqueteros, Roland Garros. Antes de recogerla, tal vez se dibujó en sus ojos cierta melancolía. Quizás el recuerdo de sus diecinueve años y su primera victoria en el más prestigioso de los torneos franceses, quizás el de todos sus éxitos, grandes y pequeños, el de sus contados fracasos, el de todos sus esfuerzos... Dicen que la vida pasa por delante de los ojos en situaciones extremas. Y ésta lo debe de haber sido para Nadal, porque a partir de hoy queda, para siempre, convertido en leyenda. Dios salve al César.