Cristina López Schlichting
Dolores anónimos
Me parece que se equivocaba Jorge Manrique: hasta en la muerte hay castas. Hay quien al morir queda consagrado para siempre, como Marilyn Monroe o James Dean, y hay quien carece de identidad toda la vida y hasta en el fallecimiento permanece anónimo, por aparatoso que éste sea. Es el caso del hombre nigeriano fallecido en el aeropuerto de Madrid, tras pasar por sospechoso de padecer el ébola. Era un «mulero» al que le había estallado una de las bolas de coca que llevaba en el estómago y que permaneció 50 minutos agonizando en el suelo, mientras se activaba el protocolo para casos del virus africano. Por mucho que he buscado, no he conseguido encontrar su nombre en la red. Tan desapercibida ha pasado su identidad en medio de la noticia. En realidad, el torrente informativo queda lejos de muchas de las cosas substanciales de la vida, los titulares esquivan hechos y personas cruciales y anteponen lo espectacular y lo morboso. En el centro de la crisis el ébola están lógicamente Teresa Romero y su marido, pero el estruendo oculta el miedo de quienes han estado aislados temiendo albergar el virus terrible o las consecuencias que en la vida de estas personas tendrá el temor que siguen suscitando en otros. ¿Será feliz en adelante la médico de familia que examinó a Teresa? ¿Acudirán las clientas a hacerse la cera en el lugar al que ella fue? Las noticias pasan, pero un cerco de aceite en el que nadie repara, empapa los alrededores de los hechos sin que nadie refleje esos dramas. El anonimato de los no famosos permanece, aun en medio de la noticia, y vela a menudo dramas nada menores: el negocio que quiebra, las amistades rotas, las familias que sufren, los cuchicheos de los vecinos.
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