Alfonso Ussía
Don Eduardo
No me ha asombrado, pero sí hondamente entristecido, la noticia del fallecimiento de Eduardo García de Enterría. Tenía noventa años, que es edad de planteamientos definitivos. Maestro de juristas, de la Real Academia Española, dueño de un talento y un talante de difícil comparación. Era la buena educación en persona, la humildad sostenida por su inmensa sabiduría, el paseo enriquecido con sus comentarios, el lebaniego que se pateó en su otoño todos los rincones prodigiosos de su tierra. En la carretera que lleva desde Potes a Fuente Dé, poco antes de llegar a Cosgaya, nace un camino pindio que nutre la vida de la pequeña aldea de Enterría, donde estaban sus raíces. Mi ignorancia jurídica me impide valorar lo que todos sus alumnos destacan como insuperable magisterio y maestría. Me interesaban más de don Eduardo sus textos costumbristas, su capacidad de descripción y síntesis, y sobre todos esos textos, los que dedicaba desde su nostalgia a Liébana, a sus caminos, a sus bosques, a su «peña», que en aquel valle elegido son tan hidalgos y altivos que le dicen la «peña» a los Picos de Europa, no para rebajarles la importancia grandiosa de su mole de granito, sino para hacerlos más cercanos y familiares.
Don Eduardo nació en la montañesa Ramales de la Victoria, pero era lebaniego. Sus escritos más logrados y emocionantes tienen como protagonista al árbol más elegante y noble del norte de España. El haya, que abigarrado en el hayedo, esconde al oso, al urogallo, al lobo, al corzo y al jabalí. Verdor compacto y vigoroso que a finales de los octubres y principios de los noviembres se tinta en sienas, en rojos vivos, en sepias moribundos hasta desnudarse para pasar los inviernos. Resulta extraña esa costumbre de los árboles caducifolios, que se desnudan para superar los fríos y se visten para soportar el calor. Y con el haya, el roble, el abedul, el castaño, el nogal, la encina que nace entre las rocas y busca el sol inclinándose hacia el río, que rumbo hacia la mar, por el desfiladero de la Hermida, se mueve de salmones, truchas y reos en las aguas rompientes del Deva. Don Eduardo, con más de ochenta años a sus espaldas y ciento sesenta en sus piernas, con el bastón y las botas, se empinaba hasta el castañar de Pendes, o la braña de «Prao Cubo», y se sentaba a contemplar, durante largas melancolías, el milagro salvaje y agreste del valle mejor dibujado por Dios. El castaño solitario de Casillas, en Ojedo, que necesita dieciseis brazos para cubrir su perímetro. Y los árboles frutales, cítricos, perales, cerezos, guindos silvestres y las viñas lejanas y esparcidas en el territorio fuerte de los orujos.
En Potes se alza la maravillosa Torre del Infantado con un reloj que da la hora y el cante, porque nada tiene que hacer un reloj en esas piedras nobles. Lo comenté en muchas ocasiones con don Eduardo y coincidíamos. Incluso le propuse descolgarlo en una noche fría de invierno, pero el gran lebaniego, tan legal, tan legalista, tan educado y tan culto, eligió la opción de hablarlo con el Alcalde, con poco éxito, porque el reloj allí sigue hiriendo la estética de la piedra antigua.
Hoy lucirá, como casi siempre, el sol en Liébana, a pesar de haber perdido a su mejor paseante, a su cabeza más clara, a su hijo más ilustre y a su mayor enamorado.
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