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Dos mudas y un tren
Octogenario y enfermo, Leon Tolstoi decidió huir de casa y lo hizo en pleno invierno, decepcionado y casi con lo puesto en medio de un frío que hacía tiritar el fuego. Murió a los pocos días en la estación de trenes de Astapovo. Habrá quien diga que la suya fue una decisión sincera y heroica, la búsqueda angustiosa y definitiva de su propia identidad, pero no faltará quien atribuya la huida de Tolstoi a un arrebato senil. Yo he preferido siempre pensar que renunció a su posición y a su familia porque supuso que un hombre solo está definitivamente acabado cuando ya no es capaz de hacer cosas impropias de su edad. El viejo escritor ruso sería el modelo en el que me inspiraría si algún día decidiese romper amarras y tomar unas cuantas decisiones que los míos considerasen sin duda impropias de mi edad, como apedrear las lunas de un banco o liarme la manta a la cabeza al lado de una mujer que acabase en un catre con mi aliento y vaciase luego impunemente los bolsillos de mi cadáver. Por más que durante toda su existencia haya decidido su vida, un hombre no puede estar de verdad satisfecho si al final no influye también decisivamente en su muerte. Nadie está obligado a guardar la compostura y renunciar a sus deseos, ni a traicionar sus impulsos, para no ofender la dignidad de los suyos. Sólo el lastre insalvable de una grave enfermedad puede impedir que un hombre tome aquellas decisiones que redunden en beneficio de su propia dignidad. A veces lo que de verdad nos limita a la hora de ser libres es que supeditamos nuestra dignidad al interés de los otros. Olvidamos que, como demostró el viejo Tolstoi, al final de su vida todo lo que necesita un hombre es que en el ansia de huir tenga a mano las gafas de leer, un par de mudas y que no haya detenido la nieve el tren.
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