Ángela Vallvey

El alba, Escocia

Hace mucho tiempo que los pictos se dejaron caer desde el norte y arrasaron Inglaterra. Se trataba de una confederación de tribus de la que no está claro ni cómo se denominaban a sí mismos; era un pueblo granjero con un gran aprecio por los caballos, las ovejas y los cerdos. Quizás venían de Irlanda, transhumantes y hambrientos como todo quisque por aquella época. Se les supone antepasados de los escoceses montañeses, y de los de las tierras bajas. El nombre latino, «Scotus», significa «irlandés».

Un antiguo viajero describió la gastronomía escocesa: «La mujer vació cierta cantidad de agua sucia en una cacerola y la hirvió, de lo cual resultó un budin delicioso».

Escocia huele a lana ahumada en la turba de la historia. La dulzura del idioma gaélico combina bien con las tierras pantanosas y los mares que observan con tanta precaución como deseo a las verdes Hébridas Exteriores acunadas en un lugar donde «el mar es todo islas y la tierra, toda lagos».

Escocia es el «Alba» (su nombre en gaélico escocés) del Reino Unido. Aquella muralla que construyeron los invasores romanos, hecha de césped y tierra, desde el golfo de Clyde hasta el de Forth, y la que delimitaba a Inglaterra, o sea: el Muro de Antonino y el de Adriano, encerraron unas hermosas tierras que siempre estuvieron en disputa entre escoceses e ingleses. Y no es extraño, porque la belleza de Escocia es turbadora. Sus montes dibujados con colores de intensidad temblorosa; sus exquisitos lagos, como el Awe; las ensenadas que el mar regala a sus costas; las misteriosas islas de Arran, de Mull, de Skye... El alma escocesa rebosa de mareas procelosas, de islas y grandiosos horizontes. ¿Quién no lucharía por poseer algo tan hermoso como Escocia? Pero ella –¡demostrado!– es de todos, y de nadie.