Ely del Valle

El año de las luces

Tengo una amiga que afirma que a partir de los cuarenta las mujeres no cumplimos años: adquirimos experiencia. La frase –que algunos considerarán machista aunque mi amiga se la haya robado a Manu Leguineche que, dicho sea de paso, no la aplicaba a las mujeres sino a sí mismo– le viene que ni pintada a Doña Letizia Ortiz, que acaba de soplar sus primeras velas como Reina. Y es que si algo le caracteriza en estos momentos es lo mucho que lleva aprendido en ese difícil arte de lidiar a partes iguales con un protocolo que le era ajeno y del que empieza a tomar las riendas, y su propia historia personal que le ha pesado y mucho en materia de berrinches aunque ahora se le empieza a perdonar por ser quien es.

La Reina Letizia ha cumplido 42 años, que es, según un estudio realizado por el Instituto de Investigación de Economía Social de la Universidad de Melbourne, la edad en que la mayoría de los humanos empezamos a salir del bache de melancolía en que nos suele sumir el aterrizaje en la cuarentena, y, qué quieren que les diga: se le nota.

La mujer de Felipe VI sonríe más, se le ve menos constreñida y, aunque sigue empeñada en demostrar a golpe de vestuario que hay dos Letizias, la pública y la privada, está punto de redondear esos primeros cien días de bula –que los periodistas nos empeñamos en conceder a todo aquel que se estrena en un cargo–, con bastante mejor nota de la que obtuvo como «becaria» al trono de España y habiendo conseguido su mayor logro que, dicho sea de paso y aunque pudiera parecerlo, no ha sido precisamente el de trasformar a la princesa de los telediarios en una Reina, sino el de haber convertido a un Rey en un profesional capaz de competir en la lectura de sus discursos con el mismísimo Matías Prats.