Ángela Vallvey
El aro
Los samnitas –tribu itálica brava y montaraz– derrotaron a los romanos en las montañas de Caudio. Los romanos, poco acostumbrados a perder estas lides con incivilizados como aquéllos, tuvieron que rendirse a discreción y tragarse el afilado sable del fracaso, desde la punta al puño, hincando la rodilla ante Poncio Heranio, el general samnita. Dicho jefe guerrero, para que no quedase duda de que había ganado la batalla a los soberbios romanos, comenzó a calibrar una manera de humillarlos y dejar bien patente su victoria. Decidió colocar una pica horizontalmente sobre dos horcas clavadas en el suelo y obligar al vencido ejército romano a pasar por debajo de ella. Uno a uno, todos los soldados romanos, con sus mandos y sus cónsules en primer término (en aquellos tiempos los jefes siempre se ponían a la cabeza de sus tropas, para lo mejor y para lo peor), agacharon la testa, se inclinaron y humillaron y «pasaron por el aro» después de entregar las armas. Aquel fue un símbolo de oprobio y degradación tan famoso y comentado que, desde entonces, «pasar por las horcas caudinas» significa ser humillado espectacularmente; que el vencido acepta condiciones onerosas y abusivas debido a su situación de transitoria, aunque apremiante, debilidad. El que soporta tanta degradación lo hace casi siempre por evitar males mayores; sobre todo para intentar salvar el pescuezo. Desde siempre, la humillación se utiliza como manera de afirmar la victoria, de hacerla irreversible. Un placer democrático de hoy consiste en disfrutar de la autohumillación de los demás. Cuando un famoso, por ejemplo, desea parecer «cercano» o despertar la estima pública, puede auto-flagelarse en las redes sociales, ¡y cosechará masivas adhesiones! Hacer conscientemente el ridículo resulta simpático: es una declaración de derrota. Un consuelo para el resto de los (mirones) frustrados que, así, pueden sentirse vencedores.
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