Alfonso Ussía
El braguetazo
Leo, y me alegra saberlo, que el cantante Rafhael, Rafael Martos, está triunfando clamorosamente en sus actuaciones veraniegas. Lo de este hombre es un milagro constante. Somos amigos desde muchos años atrás, y jamás le he ocultado que no se encuentra entre mis favoritos. Exceso de vehemencia y sobreactuación, supongo. Pero su voz es un prodigio, y lleva medio siglo triunfando en el mundo, en España, América del Sur y Rusia, principalmente. Un artista cuya voz triunfa en Rusia mucho mérito tiene, porque allí saben de música y de la forma de sentirla e interpretarla desde la infancia. Tampoco figura en mi relación de ídolos Julio Iglesias. Me suena su voz a sacarina líquida, dulzona y empalagosa. Y sí en cambio, aunque nuestras relaciones personales nunca se han caracterizado por la cordialidad mutua y correspondida, me interesa Joaquín Sabina, su talento en los textos, en sus melodías y su voz quebrada, ronca y canalla. Frank Sinatra era «La Voz», pero mucha más voz y buen estilo tuvo Jim Reeves, al que Sinatra imitaba. Pero hay que volver a Raphael.
El artista de Linares ha recobrado toda su fuerza, calidad y vehemencia después de una peliaguda intervención quirúrgica. Un trasplante de hígado. Se le dio por muerto, y en el caso de que alguien lo diera por vivo, muy pocos confiaron en su recuperación profesional. Pero es un tío, y lo ha demostrado. Su resistencia es asombrosa y su voz sigue cautivando a millones de personas en el mundo, y una buena parte ellas de la generación emergente. Para algunos representa al «Sinatra castizo», y no lo veo así. Sinatra no enloquecía en sus movimientos en escena, en tanto que Raphael, cuando aparece en el escenario lo transforma con sus gestos y sus ademanes. Raphael es muy capaz de cantar mientras corre y no perder el hilo de la voz. Tengo para mí que no es comparable a ningun otro cantante, y que aquellos que intenten imitarlo, van a fracasar. Julio Iglesias sí es imitable, y aunque nadie ha logrado superarlo, su estilo está presente en decenas de cantantes melódicos posteriores. Pero éste no. Raphael es una bestia. En España elogiamos con términos peyorativos para redondear nuestra admiración. Oír de un deportista «¡qué bueno es el hijoputa!» o «¡cómo corre el muy cabronazo !» nada tiene de insulto o desprecio, sino al revés. Prueba de ello es que las nuevas generaciones para extralimitar la expresividad de su admiración por una persona, dicen de ella «que es un tío o una tía de puta madre».
Rocío Jurado, aquella mujer que se nos fue con la voz portentosa y el arte establecido en sus venas, después de un ensayo general al que asistieron algunos amigos, tuvo que oír el elogio desmedido del formidable Luis Escobar. «Rocío, hija, ¡qué animal qué bestia, qué burra eres!». Y mi grandísimo amigo el actor Arturo Fernández, una mañana cualquiera, después de leer un artículo con mi firma que le gustó, me llamó para felicitarme de esta manera: «¡Qué bien lo haces, pedazo de cabrón!». Pero vuelvo a Raphael.
Un cabronazo, un burro, una bestia y un animal. Habría que escribir también que un artista de puta madre, aunque nada tenga que ver su estupenda hacedora en este asunto, exceptuando el hecho de haberlo traído a este mundo. Raphael partió de cero y lleva en la más alta cima la mitad de un siglo. Se anuncia, llena los teatros y los auditorios y arrasa. Insisto en que no me termina de emocionar su estilo. Me emociona su victoria, su permanencia en la victoria y su extraordinario esfuerzo para mejorar día tras día. Un artista inconmensurable.
Se enamoró Raphael de Natalia Figueroa, una mujer atractivísima, inteligente, adorable. Decía Antonio Mingote de ella que «era un trueno». En el buen sentido, claro. El humilde niño de Linares visitó a su futuro suegro, el marqués de Santofloro, para pedirle autorización de boda. Santofloro era hermano del conde de Romanones –Quintanilla en aquellos tiempos–, del marqués de Villabrágima, del marqués de San Damián y del conde de Yebes. Aquella constelación de títulos no intimidó a Raphael. Y en un momento dado, casi en la soledad, se dirigió respetuosa pero contundentemente a su futuro suegro. –«Una puntualización, señor marqués. Para que no haya dudas. En este caso, quiero que lo sepa, el braguetazo lo da su hija».
Tenía que triunfar.
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