José Luis Alvite
El caddy de la muerte (II)
Era colombiana, se llamaba Milena y vivía en un piso muy desordenado en el que para sintonizar bien el televisor había que cerrar la puerta del baño y abrir el grifo del fregadero. Con razón al volver una madrugada de la calle, casi con las piernas a la espalda, me dijo que en aquel piso sólo estaba en su sitio el ojo de la cerradura. Me contó que estaba de paso en la ciudad, pero una noche en su casa me jadeó en la boca hasta el amanecer y tardó ocho meses en hacer las maletas y marchar. Milena acababa de cumplir cuarenta años y a mí me parecía que le olían a caza los ojos cuando enfocaba mi cara a media luz, metidos en aquella cama sobada en la que medraba una confusa maleza de batas, sudor y lencería. Después de dejarme exhausto, se recogió el cuerpo desnudo en el embozo de la sábana, prendió un cigarrillo para mis labios en su boca recién ladrada y me pidió que le hablase. «Cuéntame historias decentes, periodista, cosas sin remordimiento que sólo le contarías a una mujer que llevase puesto el delantal de la cocina. Prométeme cosas hermosas que ni siquiera necesite creerte... Háblame como si nunca hubieses tenido la desgracia de saber mi precio. No creas lo que de mí te haya dicho Pepe Bahana. Ese tipo no sabe cómo soy cuando dejo a un lado las herramientas de trabajo y me despeino por capricho. No me preguntes por qué, pero quiero que esto sea distinto. Háblame en voz baja de esas cosas corrientes que ya no me suceden. Me gustará que mientras me hablas me venza el sueño. ¿Sabes cuánto tiempo hace que no me ve dormida un hombre?»... Y yo le hablé de las cosas corrientes mientras medraba en sus ojos la tiza del sueño. Y no me importó que en cualquier momento pudiese entrar la muerte con la bandeja del desayuno...
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