José Luis Alvite

El caddy de la muerte (y V)

El caddy de la muerte (y V)
El caddy de la muerte (y V)larazon

Una madrugada, con el cansancio fraguó en la cara de la chica más mona del club el mortero adusto del rostro de un hombre y comprendí que había llegado el momento de emerger de aquel lodo menstrual y volver a casa. Habían pasado casi treinta años. Supuse que Milena la colombina habría perdido mi teléfono y yo a cambio había olvidado su precio. Días antes el rudo Pepe Bahana me dijo que le habían diagnosticado un cáncer y agradecía tener pocos amigos porque no estaba seguro de disponer de tiempo para despedirse de ellos. «Esto se acaba, muchacho, así que ya puedo tomar cualquier cosa que me haga daño», dijo mientras servía copas para los dos y se venía a este lado de la barra. El jefe tenía una noche sentimental y me reconoció que «lo mejor que un hombre puede hacer con el jodido dinero es gastarlo en contraer deudas, porque de ese modo sabes que alguien preguntará por ti». Y me recordó la madrugada en la que una de sus mujeres me dijo que acabaría solo y que únicamente por un milagro habría en mi vida una chica que regresase a mi lado en la agonía y me dijese «he vuelto porque sé que no tienes quien cierre tus ojos». Bahana había perdido mucho peso y entornaba las manos para que no se le cayesen los anillos. La ropa le venía dos tallas grande y se presentía alrededor de sus ojos la cenefa del sudario. «Es tarde, periodista. Sé de un café que abre a estas horas. ¿Cuántos años hace que no vemos niños en la puerta de una escuela? Pediremos algo muy caliente para que por fin se nos haga tarde en un sitio decente». Y salimos del club. Y el rudo Bahana caminaba delante con su delgadez obituaria. Y yo, triste y a rebufo de aquel cadáver, admirado y pensativo, como si fuese el caddy de la muerte.