Alfonso Merlos

El delirio y el delito

Entre lo estremecedor y lo nauseabundo. Entre lo repugnante y lo simplemente totalitario. Entre lo delirante y lo indubitadamente delictivo. El carnaval de lo inhumano, la propagación de la xenofobia gratuitamente -pero con fines calculados- desde las alcantarillas y al tiempo desde los despachos de poder: destruir la convivencia, envenenar la relación entre ciudadanos, drogar a la parroquia para que perpetre las mayores atrocidades contra los españoles, incluso contra los que se sienten además muy catalanes (o especialmente contra estos últimos). El patriotismo mal entendido: como ejercicio de cobardía, de onanismo, la exaltación de la vileza...

No puede asomar aquí el sentido del humor, ni la ironía, ni la fiesta, ni el aroma popular y callejero que en ocasiones embriaga y embarga y hasta justifica en ocasiones desvaríos y desmesuras. No. Ya sólo pueden asomar los tribunales, dado que no lo han hecho las fuerzas de seguridad del Estado.

Lo de Solsona es el bochorno, la vergüenza, un monumento a la estupidez y la maldad elevado al cubo. Pero es la consecuencia directa de una política irresponsable y tóxica que no ha traído sino amenazas injustificadas (¿acaso alguna lo es?), ataques dentro de una misma comunidad, agresiones verbales -entre otras- de la peor calaña. Un espectáculo deplorable al que no se puede contestar únicamente desde el estupor.

No podemos seguir así. No pueden hacerlo estos violentos. Éste es el punto al que se conocía que llegaríamos: el “todo vale”, el “hay que romperles las piernas”, el deporte del matonismo que, cuando sobrepasa ciertos límites, queda milimétricamente tasado en el Código Penal. Señores bárbaros, “cuando odiamos a alguien, odiamos en su imagen algo que está dentro de nosotros”. Herman Hesse. Reflexionen. Si saben lo que es eso.