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El desaliño del aterrizaje

La Razón
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Los diferentes responsables públicos de Podemos ya han tenido varios enfrentamientos con ciudadanos en el ámbito del ejercicio de sus responsabilidades.

Seis meses después de ser elegida alcaldesa, la Sra. Ada Colau estaba ya enfrentada a la Plataforma Antidesahucios (PAH), que le exigía la puesta en marcha de las promesas electorales; hace unas pocas semanas, el concejal de Seguridad del Ayuntamiento de Madrid, el Sr. José Javier Barbero, fue increpado por miembros de la policía municipal en plena calle tras bajarse de su coche oficial; hace unos días, el alcalde de Cádiz, el Sr. José María González (Kichi), fue objeto de una bronca monumental, en mitad de un pleno municipal, por una familia a punto del desahucio y con la luz cortada.

Hace tiempo tuve una conversación con un grupo de pilotos, profesionales que adoran su profesión. Me llamó la atención que frente a la belleza de un avión en pleno vuelo, el aterrizaje lo consideraban como una maniobra que rompía con la esbeltez estética del vuelo. Los flaps se despliegan, el tren de aterrizaje se abre e incluso el aparato cambia su disposición elevando el morro, cuestión que termina de desbaratar la perfección de su línea en plena travesía.

Eso mismo ocurre en todas las facetas de la vida, también en la política. Cuando un responsable público toca la realidad, cuando debe aportar soluciones, la pureza estética de los discursos ideológicos quiebra y llega el momento de la decepción y la crítica.

Por eso los responsables de Podemos, en todas las modalidades de sus siglas, no entienden por qué se han convertido en la tan denostada «casta» para muchas personas que les dieron su confianza no hace ni un año. Podemos salió en auxilio del Sr. Barbero, acusando a la policía de practicar un escrache; la Sra. Colau arremetió contra «un ordenamiento jurídico injusto», y el Sr. González, Kichi a la sazón, se revolvía gritando a los desahuciados que «no iban a conseguir que incumpliese la ley».

La realidad es que Podemos practicó, además de populismo, otro concepto, la demagogia. Querían ganar espacio electoral y no midieron el coste, crearon unas expectativas elevadas sobre lo que la política puede hacer y los problemas que puede solucionar. Eso, combinado con una alta dosis de inexperiencia-ineficacia en la gestión, tiene como consecuencia el efecto bumerán de la protesta y de crítica.

A nadie le gusta ni que le engañen, ni sentirse así. En uno de los cuentos recogidos en el Conde Lucanor se narra cómo un pícaro embaucó a un rey haciéndole creer que de materiales muy sencillos podía obtener oro.

Con trucos, hizo que el monarca comprobase con sus propios ojos cómo de lo que en apariencia era casi barro, el falso alquimista extraía oro. Deslumbrado, encargó al timador que le proporcionase esos materiales tan baratos para una producción masiva.

El timador se las ingenió para que el monarca le diese una gran cantidad de dinero para el viaje a su país de origen argumentando que era el único lugar del mundo donde se encontraban los materiales mágicos. El truhán se llevó el dinero y nunca volvió.

El cuento tiene un trasfondo moral contra la ambición del monarca. Pero lo que ocurre con las familias desahuciadas, con las que ven cómo sus hijos tienen que irse de España, y con los que, tambaleados por la crisis, se rebelaron contra «la política por impotente» es que cuando castigaron con el voto a los partidos tradicionales, no les movió la ambición, sino la necesidad. Y aprovecharse de la necesidad es bastante inmoral. El ladino del cuento de D. Juan Manuel dejó al rey una carta con la moraleja: «no arriesgues tu fortuna por algo cuyo resultado es incierto». Ahora sólo falta que haya alguien capaz de dar certezas y las cumpla.