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La Razón
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Afortunadamente, la muerte a manos del terror ha desaparecido en España –aunque todavía queda mucho odio, pero también en el haber hay que apuntar que el PNV vuelve a parecerse a un partido de centro derecha–, y tenemos por fin, loado sea Dios, la normalidad de reconocer que la independencia total de España es imposible. Además, lo más esperanzador es que empezamos a poder leer libros como «Patria», de Fernando Aramburu, o series como «El padre de Caín», basada en un libro de Rafael Vera, secretario de Estado de Seguridad en los años más duros de la guerra del terror de ETA contra España, que información privilegiada tenía más que el resto de los españoles. Se habían escrito otros muchos libros y no pocas películas sobre el tema, pero la barbarie estaba instalada en las calles y costaba ponerse a ver en la ficción lo que se mostraba en los telediarios. Además, en el País Vasco el mirar para otro lado que se había instalado en la población moderada, no digamos entre los asesinos y sus acólitos. No era campo abonado para sentarse a reflexionar sobre las historias que te contaba y si a través de ellas se podía llegar a ver cuántos seres estaban siendo sometidos a un continuo martirio, porque los grandes atentados y los muertos casi a diario tenían sus portadas y los grandes espacios. De alguna forma se llegó a una especie de rutina, como cuando se conoce el número de víctimas semanales en las carreteras. Los humanos tenemos, al igual que el colesterol bueno y malo, un egoísmo malo y otro que es una especie de coraza contra lo que nos duele, nos afecta y, sobre todo, contra el miedo. Ahora sí, sin ningún cadáver en las portadas, se puede empezar a comprender que las víctimas oficiales, los más de 800 asesinados, los miles de heridos –muchos con secuelas de por vida–, son los grandes sacrificados. Pero lo que se empieza a conocer con todo su dolor es el día a día, que es al fin de lo que hace una vida. Más de doscientos guardias civiles han muerto en esa sucia guerra. Todavía hoy se sigue produciendo violencia y no digamos insultos contra los miembros de este cuerpo. Todavía hoy algunos políticos con asiento en el Parlamento se atreven a calificar de violencia fascista las actuaciones del benemérito cuerpo. Hay que ser de un temple excepcional para salir de una iglesia con varios féretros donde reposan compañeros asesinados mientras te insultan allí mismo, a cara descubierta, personas aparentemente normales. Las familias viviendo en casas cuartel, que eran unas especie de fuertes, rodeadas de apaches, pero armados de granadas y todo tipo de armas. Hay que vivir todos los días con el rechazo de la población, ya sea en una iglesia, en un bar o en los colegios de los niños, que ni a éstos se respetaban. Retrata la serie cómo al teniente protagonista sus dos ayudantes, veteranos que se conocen toda la capacidad que tiene este desprecio para desestabilizar a los más templados, otro efecto perverso del día a día, le preguntan cuánto duerme. La contestación es que «siete horas, mi teniente». «Ya se irán reduciendo a cinco o a cuatro. Cuando llegue a las dos horas ya le daremos unas pastillitas y ya habrá empezado a tomar unas copas». Fuera de la serie, como preámbulo, aparecían personajes reales que comentaban aspectos de cerca de 50 años de terror. Tremendo los dos hermanos que sufrieron la muerte de su padre, magistrado, de 39 balazos de ametralladora. El asesino fue Henry Parot, el asesino que tuvimos la gran suerte de que fuera detenido en Sevilla cuando se disponía a realizar un gran atentado en las vísperas de la Expo 92. Un tercer hermano que estudiaba en la academia militar, por el impacto de la muerte de su padre, se pasó a la Guardia Civil, pidió destino en San Sebastián y a los pocos meses fue igualmente asesinado. Cómo pedirles a estas personas –que su día a día ha quedado marcado hasta el último día de sus vidas– que perdonen, que traten de comprender que hay que llegar a dar carpetazo de una vez por el bien de la convivencia y de la reconciliación.