El desafío independentista

El día antes del último día

La Razón
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Sin saber dónde encontrar un dato que me diese una pista de lo que está sucediendo y, sobre todo, de lo que va a suceder hoy, llegué a la Estación de Francia, un lugar por el que siento un cierto apego infantil, uno de los pocos lugares públicos secularizados de todo fervor que quedan. Me llama la atención las palomas volando en el interior de su recibidor compuesto por tres naves circulares y sus respectivas cúpulas, una copia del Panteón de Roma, con idéntico número de casetones en decreciente, aunque sin abrirse al cielo. Pues por ahí vuelan las palomas, a su aire, claro está. El edificio mantiene su solidez, que para eso se hizo –inaugurado en 1929 por Alfonso XIII–, sin embargo ahora circula poca gente y nadie espera la llegada, emocionado, de viajeros, ni tampoco nadie arrastra pesadas valijas con la épica de un incierto destino: todo va sobre ruedas. Perduran las piedras, las personas pasan. El mundo ferroviario sí que entiende de límites y choques de verdad: el tope de las vías («hydraulic buffers») fueron frabricados por Ransomes & Rapier, en Inglaterra, los mismos que construyeron el primer ferrocarril de China, ya cerrados desde 1987. A la edad de acero le ha seguido la edad de la blandura digital.

Muy cerca está el restaurante Set Portes, que aromatiza toda la acera –con esa mezcla laboriosa entre un buen fumé y detergente matinal– con sus arroces que se sirven a lo largo de todo el día sin descanso por sus hieráticos camareros de largos mandiles blancos. Todo en orden, aparentemente. Enfrente está la vieja Bolsa, cuyos fantasmas asisten al «crack» con la lentitud de quien tiene una mala digestión o sencillamente se han dormido en el salón de fumadores con un habano entre los dedos. Josep Pla le puso nombre a esta situación: «Paz octaviana». Lo escribió el 3 de octubre de 1934, durante la revolución nacionalsocialista
–patrocinada por la Generalitat y el PSOE de Largo Caballero–, siendo corresponsal de «La Veu de Catalalunya» en la capital de España. «En Madrid hay una paz octaviana. Existe la sensación de que el periodo de frivolidad social y política, que tanto daño ha causado al país, está en las postrimerías», escribió.

El solitario de Llofriu, como tantas veces, nos da la pista gracias a su proverbial incredulidad ante los vendedores de humo: frivolidad social y política ante la mirada de todos. En tu cara. Los de la Esquerra andaban ayer preparando el plató de la proclamación, los del PDeCAT domiciliaban sus cuentas en Fraga y las de la CUP estiraban los brazos insinuándose en una danza muy sensual, siniestra, por lo tanto: «Venid, venid, venid... que aquí os estaremos esperando». Es decir, que estarán en el Parlament preparadas para la orgía. Y sonríen picaronas. ¿De qué se ríen Anna Gabriel, Eulàlia Reguant y Mireia Boya? Me recuerdan a las señoritas Susan Atkins, Patricia Krenwinkel y Leslie van Houten, aquellas sacerdotisas seguidoras de Charles Manson, que mostraban sus sonrisas aleladas y heladas –congeladas por una fotografía–, diciendo: todo lo que hacemos es por amor.

Todo es por amor al pasado y sus barbaridades. Hay gente que tiene miedo y guarda «cash» en casa y aquel «¡si me tocan la cartera, saco la bandera!» ha cambiado por «¡si me tocan la cartera, guardo la bandera!». O viceversa. Qué más da. Llega tarde, como llegó tarde el llamamiento de Cambó en su discurso del 11 de mayo de 1934 en el Palau de la Música llamando a la concordia. Advirtió a Companys: «Mucho cuidado, Lluís, que te vas a cargar la peseta». Y Companys respondió: «¡Me cago en la peseta!». El último, que tire de la cadena.