César Vidal
El día que mataron a Martin
Hace mucho tiempo que llegué a esa peculiar situación en la vida de un ser humano en que no sé cuáles son mis obligaciones para el día siguiente, pero recuerdo con notable nitidez sucesos acontecidos décadas antes. Entre ellos se encuentra el día que mataron a Martin Luther King. Fue en abril de 1968 y en la España de entonces, lo llamaban Martín Lutero King no sé si para infamar al personaje vinculándolo, correctamente por cierto, con uno de los dirigentes de la Reforma protestante del siglo XVI o simplemente porque aún era costumbre hablar de Jorge Washington o Guillermo Shakespeare. El sentimiento general era que alguien que pretendía acabar con la discriminación que sufrían los negros tenía que acabar mal y que, al fin y a la postre, le había pasado lo mismo que a los Kennedy. La diferencia, que yo no llegué a percibir hasta la adolescencia, residía en que M. L. King era mucho más sólido en sus planteamientos que los hermanos asesinados y, por añadidura, la base de su conducta era una mezcla prodigiosa de los principios de Jesús y la táctica política de Gandhi. Con dieciocho años –era yo un joven universitario dispuesto a ir a prisión por ser objetor de conciencia– la lectura de «La fuerza de amar» de King me causó una impresión casi religiosa. Descubrí conmovido que aquello que había escrito –y practicaba– King era lo que yo creía con todo mi corazón sin siquiera saberlo. Pero King era un bautista negro del sur y yo vivía en esta parte del mundo. En el curso de los años siguientes, descubrí con desaliento que en España había pocos seres más agresivos y violentos que aquellos que pretendían que actuaban de manera no violenta. De todo se aprende. También fui enterándome de que King no había sido ejemplar en otros aspectos de su vida. Íntegro e insobornable, desinteresado y valiente, creyente e interesado en la justicia, lo fue, sin duda. Era lo que se habría esperado del hijo de un pastor evangélico que era además doctor en Teología. También resultó un mujeriego impenitente además de estar casado y tener varios hijos. Como diría Billy Wilder, nadie es perfecto. Sin embargo, él se acercó mucho a esa perfección y en el empeño perdió la vida. Criticado, insultado, censurado, hoy nadie puede cuestionarlo ni negar sus éxitos. Dejó el mundo mejor de cómo lo había encontrado. Basta con recordar cómo era, el día que mataron a Martin.
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