Julián Redondo

El equilibrio de Ancelotti

El Bernabéu imprime carácter. No es un campo para pusilánimes; aunque hay quien, como el ex presidente Ramón Calderón, compara su graderío con el patio de butacas de la Scala de Milán un día de ópera. Es muy exigente porque ha sido educado en la excelencia. Y recuerda cuando en aquel encuentro con el Espanyol, Míchel, hoy héroe del Olympiacos, entonces villano en el carril del 8, cogió el canasto de las chufas y desertó en pleno partido sin que Beenhakker pudiera impedirlo. También Martín Vázquez, el incomprendido de la «Quinta», y Butragueño, el estandarte, escucharon música de viento. El Bernabéu no está preparado para el ocaso de los dioses, los adora en el cénit y siempre luchadores, con clase y talento, pero luchadores hasta la extenuación.

Con otro entrenador que no fuera Carlo Ancelotti, Di María habría purgado más de un partido en la grada por «acomodarse». Su obsceno gesto, inconcebible dedicatoria al público del Bernabéu, no tuvo más consecuencia que la tempestad en un vaso de agua. El entrenador puso sordina al incidente porque necesitaba a ese jugador, cataplines aparte. Los resultados y el tiempo le han dado la razón. El despliegue físico de Di María es tan necesario como el temple de Alonso o la consolidación de Modric en la zona. Y Ancelotti, un tipo estable que no apaga fuegos con gasolina ni transforma el espacio periodístico en una batalla grosera, ha impuesto el equilibrio en el equipo. Cometerá errores, posiblemente menos graves que aquella confusa alineación del Camp Nou; pero ha serenado los ánimos y el Madrid, que antes daba el espectáculo en las salas de prensa, ahora se exhibe en el campo.