Política

Martín Prieto

El extraño caso de la mezquita

El extraño caso de la mezquita
El extraño caso de la mezquitalarazon

Miguel Ángel Moratinos es un respetable señor de derechas que hizo un buen trabajo como comisionado de las Naciones Unidas para la paz en el Cercano Oriente. Fracasado aquel empeño, quien había sido nombrado embajador en París por el PP vino a Madrid solicitando ayuda para ostentar otra alta representación internacional, con la que el presidente Aznar estaba conforme. Kofi Annan se reunió en Moncloa con Aznar durante horas pero a éste se le olvidó lo del pretendiente. Aznar llamó a Inocencio Arias al coche en el que llevaba al secretario general de la ONU a un partido en el Bernabéu: «Oye, plantéale a éste lo de Moratinos, que se me ha ido el santo al cielo». Chencho Arias aprovechó que el ghanés precisaba mear para seguirle al evacuatorio y, entre cuenco de loza y cuenco de loza, hombro con hombro, explicarle el interés de España en que a Moratinos se le concediera la dirección de alguna de las múltiples agencias de la organización. Quizá con la micción también se le olvidó al de Ghana, pero el caso es que Moratinos se sintió ninguneado y con el tiempo se afilió al PSOE y fue nombrado por Zapatero ministro de Asuntos Exteriores y paladín de un tercermundismo de andar por casa. No será el caso de nuestro diplomático, pero en ocasiones una decepción te conduce al progresismo de manual, como antaño un desengaño amoroso te llevaba a la Legión.

Acaba de fallecer el también embajador Máximo Cajal, a cuya memoria sigo teniendo ley desde que dio cobijo en nuestra embajada en Ciudad de Guatemala a una representación indígena. Aquel bárbaro Ejército incendió la representación provocando una matanza de la que Cajal se libró defenestrándose con gravísimas quemaduras. Se le sabía socialista y aquella turba armada intentó asesinarle. Pero ya en España se puso a divagar sobre nuestros problemas internacionales escribiendo un libro sorprendente: «Ceuta y Melilla, Olivenza y Gibraltar. ¿Dónde acaba España?». Proponía la entrega de los peñones y las dos plazas africanas a Marruecos y la devolución de la ciudad de Olivenza a Portugal, en el supuesto de que tal desmayo propiciaría la retrocesión de Gibraltar. También podría haber diseñado un futuro secesionista en el que España acabara por el este en el Ebro, por el oeste en Zamora, por el norte en el desfiladero Pancorbo y por el sur en Despeñaperros. Más atrabiliarias cosas hay que leer, pero lo grave es que Cajal fue diplomático favorito de Zapatero y su consejero aúlico para la extravagante Alianza de Civilizaciones. Que un reducido grupo de iluminados en extraña coyunda entre comunistas, musulmanes y progresistas de aluvión pretendan con dinero marroquí y de la Junta de Andalucía enajenar la catedral de Córdoba a la Iglesia viene de aquellos lodos agitados por el zapaterismo. Si todos los años que el ex presidente pasó como diputado silente los hubiera invertido, solamente, en la lectura de la «Breve Historia de Occidente. Las civilizaciones y las culturas» (1.300 páginas), compilada por profesores estadounidenses, ayunos de pasión religiosa, habría comprendido que una cosa es la aconfesionalidad y otra el laicismo, y que no se debe confundir la tolerancia con la abjuración cultural. En la monumental obra «La decadencia de occidente» el olvidado Oswald Spengler se lo hubiera explicado mejor: «Ante uno y el mismo objeto, ante una y la misma colección de hechos, cada espectador, según su índole, recibe una impresión distinta del conjunto, impresión inaprehensible, incomunicable, que determina su pensamiento. La visión de dos hombres es siempre distinta; y esto basta para que no puedan entenderse nunca».

En España habitan zotes que creen que el ecumenismo que puso en marcha la Iglesia Católica no es la unión de todas las confesiones cristianas sino la cohabitación teológica y litúrgica con los teísmos musulmán o hebreo, o incluso con los ateístas budistas, confucionistas o sintoístas. Se ha puesto de moda la evocación lírica de un Toledo mítico de «las tres culturas»; sí, pero con el sometimiento absoluto de judíos y cristianos al dominio musulmán. Es cierto que cuando en Londres o París vivían en chamizos, en Córdoba había kilómetros de alumbrado público y alcantarillado, pero el musulmán Averroes fue castigado y censurado, y el judío Maimónides hubo de exiliarse a Egipto para salvar la vida. El fundamentalismo almohade no fue clemente con las cumbres científicas de la época. La confusión ha aumentado desde que pisaverdes intelectuales han dado en considerar la Reconquista como una guerra civil entre españoles de distinto credo, negando la voluntad goda de expulsar a la morisma por mucho intercambio cultural que se diera entre las partes. Es verdad que Rodrigo Díaz de Vivar hablaba árabe y en ocasiones vestía como tal, pero fue un señor de la guerra, cristiano, que les arrebató Valencia. Salgamos de Córdoba para entrar en Sevilla. Como en tantos lugares la catedral se levanta sobre una mezquita (y en otras partes, al revés) pero con acierto conservaron la Giralda, el minarete, añadiéndole la espadaña de un campanario. El almuédano o muecín podría subir a la torre cinco veces al día para llamar a la oración de los creyentes dándose de chilaba con sotana con el sacristán que repica las campanas. Sólo visiones de humor nos salvan de estas insidias de perillán. Para evitar conflictos podría destinarse la Giralda a gran archivo central de corruptelas de la Junta de Andalucía y acólitos. Al no tener escaleras, sino rampas, es fácil la subida y bajada de cajones con documentación. En la parte de la mezquita de la catedral de Córdoba he orado, y por respeto histórico lo he hecho descalzado, arrodillado e inclinado. Pero siendo el islam iconoclasta un musulmán no podría estar cómodo en una catedral iconográfica. Desde hace 800 años la catedral de Córdoba es católica por derecho de dación y consuetudinario, por usucupación, y si en la noche de los tiempos se hubiera destruido, como era usual, toda la arquería árabe, estos curiosos antisistema casados con el islam no estarían publicitándose con pleitos perdidos. Podrían recordar los que abren oficinas públicas para los que quieren apostatar del catolicismo que el islam condena inapelablemente a muerte a quien abjura de la fe musulmana. La alianza de civilizaciones es diálogo interreligioso, caridad, comprensión, amor al prójimo, respeto, pero no el grosero reparto de bienes gananciales de un matrimonio no consumado. Cada vez que desde el mundo musulmán se recuerda Al-Andalus se me erizan los vellos como lector de El Corán. Uso la traducción literal e íntegra del gran arabista y políglota Rafael Cansinos Assens, tío carnal de Rita Hayworth. En la aleya de una de sus azoras puede leerse: «Allá de donde os hayan echado, volved y matadlos a todos». Palabra de Alá.