Manuel Coma

El fenómeno Trump

La Razón
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A menos de dos meses del comienzo de las primarias en Estados Unidos, y tras casi un año de campaña en el partido extramuros de la Casa Blanca, el «impresidenciable» Donald Trump sigue doblando en intención de voto al segundo mejor colocado de la nutrida colección de aspirantes republicanos. Con él llegó el escándalo a la carrera por la nominación y el escándalo lo mantiene a flote. Deslenguado, faltón, provocativo, anticonvencional, demagogo, sigue encantando a un importante sector del conservadurismo americano porque dice lo que creen que se debe decir y los demás no se atreven o no saben hacer. ¿Pero los estadounidenses son conscientes de que con ese percherón no pueden ganar la competición definitiva? ¿Hasta dónde van a seguir apoyándolo y cuántos y en qué momento lo van a abandonar? Las respuestas son claves en la carrera por la Presidencia que se desarrollará hasta los comienzos de noviembre del próximo año.

Lo más probable es que caiga en los primeros encuentros con la auténtica realidad electoral americana, en Iowa, New Hampshire, Carolina del Sur. Ahí empieza la cosa en serio y se termina el show personalista y mediático. Porque, aunque Donald critique acerbamente las políticas en curso, tanto demócratas como republicanas, tanto de Barack Obama como de George Bush, y haga propuestas de temeraria audacia, la verdad es que su arrolladora campaña no es propiamente acerca de lo que hay que hacer o deshacer en Estados Unidos y en el mundo, por llamativo que sea, sino sobre todo acerca de sí mismo. En las políticas se detiene poco y pronto retorna a su inconmensurable yo.

Pero la divertida mezcla de iconoclastia ideológica y de desmadrada egolatría no cansa, mantiene la atención de entusiastas partidarios y enconados aborrecedores. Pronuncia cientos de discursos y da docenas de entrevistas. Siempre sale algo nuevo de su boca. Ante cualquier ataque, la respuesta mordaz y la cáustica invectiva están en la punta de su lengua.

Pero, aunque en su éxito el espectáculo pese más que la sustancia, lo que dice no es trivial, lo que no significa que tenga que ser sensato. Sus seguidores admiran la despreocupación con que ataca los mitos izquierdistas que se han ido convirtiendo en una férrea ortodoxia defendida por una implacable inquisición que condena al más riguroso oprobio mediático a todo infractor que defienda lo que hasta hace unos años y durante siglos ha sido la creencia compartida por toda la humanidad. Como ejemplo, la definición de matrimonio puede servir.

Muchos conservadores americanos están hartos de la arrogancia con la que los descalifica la izquierda que domina las grandes cabeceras de la Prensa y la televisión de su país, el mundo universitario y la cultura pop. Son tratados como garrulos fanáticos, pero, en el peor de los casos, de ninguna forma son inferiores a las masas semianalfabetas que creen fervientemente en los más recientes dogmas izquierdistas.

Lo extraordinario de Trump es que con su desfachatez ha roto tabúes que parecían definitivamente inexpugnables y ha planteado cuestiones que están pidiendo a gritos debates sin prejuicios. En estos últimos días, por ejemplo, la elemental cuestión, perpetuamente escamoteada por el presidente Obama, de llamar por su nombre al terrorismo de inspiración islamista o los problemas que plantea la inmigración masiva de musulmanes.