Julián Redondo
El final de la gran mentira
Cantar con saña, a gritos para intimidar, la boca abierta hasta dar la vuelta al cuerpo como un calcetín. El principio de la batalla. Brasil en plan Braveheart. Fuegos artificiales. Tantísimos apuros durante el viaje hasta la semifinal, inequívocas señales de una historia con fecha de caducidad. Las 31 faltas a Colombia, las 28 a Chile; Neymar y Hulk entre los más cañeros; aquella final de la Copa Confederaciones, alineados junto al árbitro y frente a una España sumisa para fabricar castillos en el aire; las bravuconadas de Scolari, la deriva del «jogo bonito» hacia el rigor de la guadaña y, de repente, ¡0-5 en casa!, ¡en 29 minutos! Ni el «Maracanazo» causó tanto estupor y vergüenza como esta humillación que Alemania no imaginó ni en sus mejores sueños. Tendrá tiempo Felipao para culpar a la FIFA por no levantar la sanción a Thiago Silva, quien, por lo visto, apuntalaba la defensa. Baja crucial. Ni siquiera estaba Neymar para revitalizar a los zombies. Müller descubrió a los 11 minutos que la zaga brasileña no era un agujero, sino un pozo con una boca más grande que los estados del Mato Grosso y Amazonas juntos. Fernandinho ni daba patadas ni despejaba ni molestaba. Klose le dejó en evidencia, también Kroos. Encaramados a la cresta de una ola gigantesca y a una ofensiva tan persistente como febril, los alemanes desnudaron a los pentacampeones con cinco goles en media hora. El quinto, de Khedira, que jugaba como si fuera Sócrates. A sus pies, el drama de todo un país, hundido por el «Mineirazo»: ¡1-7!
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