Cristina López Schlichting
El fraile del tiempo
En la pared de mi retiro almeriense hay un «fraile del tiempo» que señala con una vara móvil si hace sol, viento o lluvia. Es un cuadro de cartón con marco modernista y presenta de fondo el monasterio y las cumbres de Montserrat. No pega ni con cola en este paraíso desértico, que compartimos un lagarto, una peña y yo, pero me trae recuerdos de infancia. Aquí, las casas son un puñado de adobe enjalbegado, con un par de jarapas tendidas en el piso, unos tiestos con geranios y una penca de higos chumbos en el patio. Así que el franciscano con capucha es una lámina «vintage», una memoria de civilizaciones urbanas que no viene al caso entre estos pueblos de canícula. El peculiar higrómetro es un invento catalán de finales del XIX, que fabricó Agapito Borrás como juguete casero y constituyó el embrión de una de las empresas jugueteras más prósperas de España. Se vendieron frailes a porrones y la familia catalana ha conservado durante 120 años el secreto de su funcionamiento, un producto natural –con fórmula tan protegida como la de la coca cola– que se contrae o estira con la humedad y que, a través de unos ejes equilibrados, mueve el brazo y la capucha del muñeco para que señalen en unos letreros si la meteorología viene revuelta o estable. Muchas veces he tenido tentaciones de romper el cartón y comprobar en qué consiste el mecanismo, pero luego nunca me atrevo. Dicen que el material elástico puede ser pelo rubio de mujer, al parecer muy sensible a la humedad, y me entretengo pensando si serán rizos de una cupletista barcelonesa con necesidades de liquidez o las guedejas de una niña que decidió cortarse la melena al convertirse en mocita. En su exilio almeriense, el monje meteorólogo –oriundo de una fábrica Mataró– apenas baja la vara, invariablemente instalada en la parte superior: «seco». En esta región llueve una semana al año y es la única ocasión en que el monje apunta al suelo. En cambio, los días borrascosos son algo más frecuentes, pero con apenas una o dos gotas de agua. Son angustiosas jornadas de viento y nubes, donde el cielo quiere romper y no puede y se instala en el aire una promesa incumplida de lluvia. No me gustan, porque parece que cuesta respirar, pero corro entonces hacia el fraile y me sorprende verlo señalar al frente. Esa variación basta para hacer alegres los pocos momentos de mal tiempo. Y yo me siento agradecida a Agapito Borrás y a su ingenioso invento, que ya tenía mi abuela en casa.
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