Martín Prieto

El golpe de Estado de ETA

Tras el asesinato de Carrero Blanco una pléyade de cabezas de huevo nacionales y extranjeros dedujeron que quedaba desbloqueada la salida del franquismo como si el almirante fuera albacea, garante, avalista y hasta testaferro de aquel régimen. Los propios hechos desmienten tamaña tesis porque el crimen lo que aceleró fue la llegada de Arias Navarro, que no era precisamente un devoto del sufragio universal y retrasó el arranque de la transición política ya diseñada por Fernández Miranda. Los hijos de Carrero han comentado que tras la muerte de Franco lo primero que hubiera hecho sería poner su cargo a disposición del Rey. Fidelísimo de Franco, no se veía sucesor de su legado y, además, siempre fue leal al Príncipe y no toleraba las bromas e insidias que sobre el futuro Rey se despachaban en El Pardo. Tras el entierro en Cuelgamuros, Carrero se hubiera retirado de la política para pintar marinas en Santoña. Pero ETA creyó que con el magnicidio había dado un salto cualitativo en la descomposición del franquismo, lo que la historia demuestra que no fue cierto. Con Carrero o sin él habríamos llegado a 1978. Durante los primeros años de Adolfo Suárez, ETA se lanzó a la «operación Ogro», muy centrada en Madrid: provocar un golpe de Estado militar que, probablemente, habría acabado con la monarquía y nos habría hecho retroceder décadas como hombre enfermo de Europa. El nacionalismo decimonónico combinado con el leninismo y la lucha guerrillera producen la alucinación política de que «cuanto peor, mejor». No les bastaba la lesa humanidad que practicaban sino que aspiraron a la lesa patria y al agobio y bochorno de todos los españoles. El teniente general Gutiérrez Mellado, amigo personal de Suárez, le avisó de que estaban cayendo más jefes y oficiales que si mantuviéramos una guerra convencional con una potencia extranjera. Era la estrategia etarra: soliviantar a las Fuerzas Armadas. Habrá prescrito, pero fue un ataque contra toda una nación.