Alfonso Ussía
El jamón
ABC se propuso aumentar su difusión e influencia en Cataluña, preferentemente en Barcelona. Se miraba con recelo desde las filas nacionalistas lo que se interpretaba como una invasión. «La Vanguardia» de Godó no era ni chicha ni limoná, y una buena parte de la alta burguesía barcelonesa acogió con alegría la presencia más activa de ABC en la Ciudad Condal. Era su Delegado Tomás Cuesta, y posteriormente fue relevado por Alejandro Vara. Lo hicieron muy bien y ABC creció en territorios que no eran suyos. El Director de ABC era Luis María Anson, y el Presidente de Prensa Española, Guillermo Luca de Tena. Ya destacaban dos talentos de las finanzas y la organización empresarial en el periódico de la calle de Serrano, todavía allí ubicado. Mauricio Casals y Joaquín Parera.
Y el Presidente de la Generalidad convidó a un agradable almuerzo en el Palacio de San Jaime a esa plana mayor del periódico madrileño. Guillermo y Luis María decidieron que Antonio Mingote y el que escribe los acompañáramos. Y allá nos encontramos.
Jordi Pujol nos recibió en un salón inmediato al comedor. Luis María Anson le explicó los planes de ABC. Pujol movía mucho la cabeza y generaba una gran número de guiños por minuto. Mingote, como siempre, observaba y yo me fijaba en los pequeños detalles. Y Mingote tenía un hambre atroz. Habíamos tomado un vuelo tempranero del Puente Aéreo, del Prat al Ritz –que todavía era el Ritz–, de Barcelona para reunirnos con Guillermo, Luis María, Catalina, Mauricio, Joaquín y Tomás, y del Ritz al Palacio de San Jaime en unos coches que nos había enviado con deferente cortesía el Presidente de la Generalidad. Fue una comida de Pujol a los de ABC. No nos acompañó ningún Consejero de su Gobierno ni pelotas colaterales. Tampoco –y de ello nos congratulamos todos los invitados– estuvo presente la señora Pujol, nacida Marta Ferrusola.
Hablaba Anson, guiñaba Pujol, y el resto nos manteníamos atentos, cuando dos camareros surgieron con copas de cava. Obligado el cava. Normalmente, el anfitrión pregunta o hace preguntar a sus invitados por el elixir de su preferencia, pero allí se imponía el cava, que a este servidor y sin ánimo de herir a nadie, le sienta fatal. Para empapar el cava, un tercer camarero distribuyó en la gran mesa del salón unos cacharrillos de cristal con almendras, avellanas y aceitunas. -Me muero de hambre-, me susurró un Antonio Mingote en trance de vahído y posterior desvanecimiento.
Ya Anson le había pormenorizado a un desconfiado Pujol los planes de expansión de ABC en Barcelona, cuando un educado servidor de la Generalidad apareció con un plato de jamón cortado en virutas. Antonio Mingote revivió y yo experimenté un guateque de jugos en mis cañerías. Todos miramos al plato de jamón con una simpatía difícilmente superable.
Se produjo el chasco. El camarero no pasó el plato de jamón a los invitados. Se limitó a depositarlo en la mesa, sólo al alcance del Muy Honorable Presidente. Y el Muy Honorable Presidente, se comió todo el jamón. Se lo comenté a un Mingote, de nuevo al borde del desfallecimiento: -Será una norma protocolaria autonómica-.
No trajeron más platos de jamón. Nos atiborramos de almendras. Los invitados hacíamos lo posible por ingerir esos nobles frutos secos ayudados por sorbos de cava. Las aceitunas ya habían pasado a mejor vida, y las avellanas carecieron de nuestro interés gastronómico. Al fin, los hambrientos huéspedes del Muy Honorable Pujol fuimos invitados a pasar al comedor, un comedor por otra parte, carente de tibieza y con un confort más mediterráneo que británico, lo cual había que considerarlo lógico porque nos hallábamos en Barcelona. Nada de Gaudí, a Dios gracias.
Con los platos –esta vez sí, nos sirvieron a todos–, la conversación se animó. Guillermo expuso a Pujol su deseo de que el ABC ocupara ese espacio de periódico nacional que había dejado «La Vanguardia». Pujol se mostró reticente. «En Barcelona, el periódico nacional es ''La Vanguardia''».
Con habilidad, Anson tranquilizó a Pujol. Mingote le narró al Muy Honorable su conocida anécdota de guerra. Que él, como oficial del Requeté, tomó Barcelona en soledad con un día de anterioridad a la entrada de las tropas nacionales. Bajó a abrazar a su madre, a la que no veía desde el principio de la guerra. Y Pujol guiñó con estupor. Café, aeropuerto y retorno a Madrid. Cansancio y silencio. Sobrevolando el Ebro agonizante, y antes de entregarse a Morfeo, la voz de Antonio Mingote. «Qué tío. ¡Se ha comido todo el jamón!».
Lo cual, ahora, se entiende mejor.
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