Cristina López Schlichting
El juego
En las tardes lluviosas en Hamburgo mi abuela Käte prohibía estrictamente jugarse la pasta. Practicábamos juegos de mesa o cartas, pero apostar era inconcebible y sonaba repugnante a los honrados oídos luteranos. Entretanto, mi abuela Pilar jugaba diaria y alegremente en Madrid a los ciegos, hacía quinielas y compraba lotería. Agradezco mucho a los lectores que aguanten a una desequilibrada como yo: ahora ya saben por qué es. Resulta difícil sobreponerse a un choque tal de culturas. Supongo que el entorno influye a la hora de jugar. Se estima que la prevalencia de la ludopatía (ojo, que no todo el que juega es ludópata) oscila por países entre el 0,2 por 100 y el 5 por 100. Pero así como en Noruega apenas hay un ludópata por cada 500 habitantes; en Hong Kong hay uno por cada 20. Aunque el juego es esencialmente un placer privado, también se tiñe de factores sociales ya que depende de la interacción entre las apuestas. Por eso sociedades tupidas de relaciones, como las asiáticas, mediterráneas o latinas constituyen un buen estímulo para las carreras de galgos o caballos, peleas de gallos, timbas, tragaperras en bares o bingos. Por el contrario, largos inviernos en soledad obstaculizan el juego, si bien internet ha venido a cambiarlo todo con las fórmulas on line. Pensando sobre el juego, se concluye que el placer estriba más en el proceso en sí que en los escasos premios, siempre favorables a los organizadores. Nos gusta la incertidumbre, la espera, la posibilidad. Y es algo que ha acompañado a la humanidad desde el tiempo en que sumerios y asirios apostaban a las tabas, hasta los soldados que se jugaron a los dados la túnica de Cristo.
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