Joaquín Marco
El laberinto egipcio
Lo que se calificó de Primavera Árabe se está convirtiendo en un cálido y difícil verano. La guerra civil en Siria ha sido desplazada, en parte, en los medios internacionales por el golpe de Estado egipcio. Hay lazos comunes entre países como Túnez, Libia o Siria (aunque las diferencias entre las situaciones de cada uno de los países sean tan considerables). La naturaleza islámica más o menos moderada de cada país constituye un vínculo, pero no identifica, pese a las tendencias, el problema común. Aunque Egipto, con sus 82 millones de habitantes, su Canal de Suez y sus diferencias religiosas, rurales y urbanas es, la pieza eje del sector. Lo saben bien los EE UU, quienes tratan con mimo su auténtica fuerza vertebradora: el Ejército. A la expectativa, silencioso, permanece de momento como observador el Estado de Israel, quien controla con preocupación el avance de las fuerzas islámicas de la región. La caída y la detención de Mohamed Mursi, que había sido elegido (por un escaso margen, pese a los 13 millones de votos) por Abdel Fatah al Sisi, un general musulmán suní, formado en EE UU y Gran Bretaña, tampoco resultó una sorpresa. La muchedumbre reunida en la simbólica plaza de Tahrir reclamaba una dimisión que para Mursi resultaba impensable. Su alianza con los Hermanos Musulmanes le había ido alejando de una centralidad que reclamaba una parte de la sociedad egipcia. La incorporación en los puestos claves del aparato estatal y económico de los Hermanos Musulmanes le distanció del Ejército y de los votos prestados en una elección que nadie dudó en calificar de democrática. Sin embargo, convendría preguntarse, vistas las circunstancias, si la democracia islámica puede regirse por los mismos principios que caracterizan las occidentales.
Las sospechas hubieran debido producirse ya cuando fue votada una Constitución de un cierto carácter teocrático por tan sólo un 30% de la población. Pero los países occidentales andaban en otros asuntos, en una crisis económica que distrae de asuntos internacionales que acaban siendo fundamentales. Y la seguridad que inspiraba el Ejército, que recibe 1.500 millones de dólares al año de los EE UU, además de la formación de sus mandos, no permitía sospechar que el deterioro fuese tan acelerado. A ello contribuyó, sin duda, el fracaso de la economía. Mursi la recibió en no muy buen estado. Pero el turismo, del que vive un diez por ciento de la población, directa o indirectamente, bajó en el número de visitantes extranjeros el primer trimestre de este año un 17,3% respecto al año anterior. En 2010 visitaron Egipto 14 millones de turistas, en tanto que en 2011 fueron tan sólo nueve y se recuperó hasta 12 millones en el pasado año. Porque el turismo es un indicador de primer orden en una economía desequilibrada, en la que se han acelerado los cortes de la energía eléctrica y el desabastecimiento de productos petrolíferos; el paro en diciembre pasado era del 13,2% y hasta del 25% entre los jóvenes en una población que se caracteriza precisamente porque siete de cada diez personas tienen menos de 30 años. Tampoco las relaciones con el FMI fueron excelentes. Las pretensiones del Fondo parecían inaceptables y los incrementos sobre el agua, el consumo eléctrico y los carburantes tuvieron que ser retirados ante las protestas ciudadanas. Las consecuencias, sin embargo, condujeron a un empeoramiento de las condiciones de vida. Los gobiernos occidentales han cuidado de no calificar la intervención del Ejército como golpe de Estado y se han manifestado cautos ante los hechos que acabaron con muertos y heridos, lanzando a Egipto por una pendiente que podría convertirse en una auténtica y disparatada guerra civil. El presidente Obama se mostró «profundamente preocupado» y Catherine Ashton solicitó a «todas las partes» que retomaran el proceso, celebraran nuevas elecciones y aprobaran una nueva Constitución.
Ésta es precisamente la hoja de ruta del presidente interino Adly Mansur, ex presidente del Tribunal Constitucional, un juez de 67 años que ha prometido ya revisar la Constitución a comienzos de 2014 y nuevas elecciones dentro de un año. Pero los Hermanos Musulmanes y sus partidarios, capaces de inmolarse contra el Ejército o de declarar la guerra santa o la intifada, rechazan cualquier solución que no sea el regreso de Mursi. Los salafistas de Al Nur, en la oposición, que habían apoyado inicialmente a los militares, retiraron su adhesión, que más tarde se ha revitalizado con los nombramientos de Hazem al Beblaui, un economista tecnócrata de 76 años, como primer ministro, al que acompañará el Premio Nobel de la Paz Mohamed el Baradei como vicepresidente. Mansur juró solemnemente «proteger el sistema de la República, respetar la Constitución y la Ley y guardar los intereses de la ciudadanía». Pero tuvo que admitir que «no he venido al poder por elección, sino por la confianza de los revolucionarios de la plaza». Su idea programática consiste en movilizar todas las fuerzas en un conglomerado de unión nacional que permita seguir la hoja de ruta a la que hemos aludido. Las monarquías del Golfo se han comprometido a dar apoyo económico al nuevo régimen, muy necesitado de fondos. Sin embargo, pese a la fuerza de los quince millones de firmas reunidas contra Mursi, el Gobierno de transición viene legitimado por el Ejército, como en tantas otras ocasiones, que ha optado en ésta por una transición tecnocrática. William Hague, secretario de Exteriores británico, observó con razón que «el problema de la intervención militar es que es un precedente para el futuro. Si le pasa a un presidente electo, le puede pasar a otro». Pero el proceso no tiene retorno. Al laberinto egipcio hay que añadirle la distancia que separa la joven clase urbana y laica de ciudades como El Cairo o Alejandría del fundamentalismo que priva en las zonas del interior del país, que mantienen fórmulas de convivencia muy tradicionales. Los Hermanos Musulmanes manifiestan su más violenta oposición a cualquier compromiso. Las detenciones de sus dirigentes no facilitarán la transición.
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