Ángela Vallvey

El maestro Alvite

Ya no podré leer en LA RAZÓN al maestro José Luis Alvite. No habrá más artículos del nueve largo para alegrarme el día. Soy afortunada –como lo ha sido durante años este periódico– por haber disfrutado de sus palabras, refugiadas entre estas mismas páginas, que brillaban gracias a su inigualable prosa. Alvite contaba con LA RAZÓN, y poco más, para expresar su genialidad: España es especialista en el arte del ninguneo, y el maestro Alvite lo ha sufrido como tantas otras personalidades extraordinarias que han nacido en este trozo del mundo y a las que, en vez de arroparlas, sus compatriotas han despreciado con severa disciplina y numantino tesón. «A ver qué se ha creído éste», se suele decir ante quien tiene un talento que, de haberlo pillado en tierra anglosajona, le hubiese procurado relevancia y fortuna, no sólo material. En España, destacar no es buen oficio. La vocación general es más bien el chusquerismo propio del color gris, el cagatintismo de la ordinariez manifiesta. Si Alvite hubiese sido inglés en vez de español, habría cumplido un alto destino. Aunque, como quizá él diría –y si no, subscribiría–, a lo alto lo pueden bajar de ahí arriba el día menos pensado. Y a saber...

Si bien, para los que lo admirábamos incondicionalmente, llegó a encaramarse al más encumbrado pódium. ¿Dónde habría podido llegar más alto que en los corazones de todos los que lo elogiamos y amamos...? Que, a pesar de todo, somos muchos.

Si el gran Ramón (Gómez de la Serna) creó la greguería, una forma original y breve de decir muchas cosas nunca antes oídas, Alvite inventó la «alvitería» (digo yo), o sea: la retórica de la poética de la metáfora iluminada, aunque a veces hablara de las zonas más oscuras del alma. (Descansa en paz, maestro. Y gracias).