Alfonso Ussía

El mamut

Dos grandes diarios nacionales –uno de ellos, el mío– han dedicado este último domingo portada y muchas páginas interiores al Rey Don Felipe VI con motivo de sus seis primeros meses en la Jefatura del Estado. Me parecen justos los elogios y firmes las esperanzas. El Rey ha demostrado poseer muchas más virtudes personales e institucionales que las supuestas como consecuencia de su larga y completa preparación. Pero no coincido en los mensajes indirectos que apuntan hacia una infravaloración del Rey anterior. Los últimos años del reinado de Don Juan Carlos I no pesan tanto en la balanza negativa. Se unieron la crisis, la mala suerte, las operaciones, el caso Urdangarín y, con toda probabilidad, su cansancio ante las injusticias. Todo empezó con el puñetero elefante de Botswana, que se convirtió en un mamut, por culpa del buenismo, el cinismo y el ecologismo barato. Se le obligó a pedir públicamente perdón por un hecho que no merecía una disculpa. Acaba de aterrizar en Madrid un gran amigo mío, procedente de Tanzania, con dos colmillos de elefante. No ha pedido perdón. Vuelvo a insistir. Si los responsables y guardas de los grandes parques nacionales y privados de África no mataran cada año a centenares de elefantes, los tendríamos en España bañándose en la piscina de los Arriola. El Rey se limitó a aceptar una invitación. Lo estropeó todo su caída y la posterior lesión, que aún perdura.

Elogiar al nuevo Rey no obliga a nublar a Don Juan Carlos. Su reinado, treinta nueve años, ha sido el más positivo y libre de la Historia de España. La preparación del Rey Don Felipe VI es uno más de sus éxitos. Se pueden interpretar los aciertos indudables de Don Felipe como una revancha o una culminación ganadora en una competición entre padre e hijo, y nada más lejano y falso. Es lógico que haya cambiado costumbres y normas, y que su estilo, como máximo representante de la Corona, se adapte a su tiempo. Cien años en la Historia no son nada, pero los treinta que pueden separar a cualquier padre de su hijo, eso que se llama una nueva generación, parecen siglos en el día a día. Nos sucede a todos los padres con nuestros hijos y a todos los hijos con sus padres. Estoy seguro, a pesar de los tremendos y antipáticos retos a los que se va a enfrentar nuestro joven Rey, que el saldo final de su reinado será tan positivo como el de Don Juan Carlos. Si es más positivo, mejor para todos. Pero lo mejor no determina la subvaloración de lo muy bueno. Don Juan Carlos ha sido un gran Rey. Todos los que le denigran y escupen lo hacen gracias a su esfuerzo por permitir la libertad del insulto y el escupitajo. Todos los que libremente defienden otro sistema, lo hacen amparados en la libertad que el Rey ha recuperado para todos los españoles. La simple tenencia durante la Segunda República de una Bandera de España –incluso en el ámbito privado y sagrado del domicilio particular– significaba la multa y la prisión, cuando no la muerte.

Se sigue cayendo en la estúpida encuesta «Monarquía-República». Que no hay monárquicos. Es cierto. Con el Rey en la Jefatura del Estado, los monárquicos sobran. La Corona es la garantía de la unidad territorial de España y la superación de las lógicas discrepancias políticas. No hay «monarquismo» emocional en esta reflexión, sino puro y llano pragmatismo. Con una derecha acomplejada y temerosa y una izquierda que desea ganar la guerra que perdió hace setenta y cinco años, la figura del Rey se me antoja imprescindible.

De un gran Rey que supo romper con el pasado para ganar el futuro, y de un Rey que está demostrando que puede llegar a igualar o superar la misma grandeza. El apoyo no puede confundirse con la crítica velada. Nunca, como ahora, las comparaciones han sido más odiosas e injustas.