Ángela Vallvey

El marisco

De estos líos que ven la luz últimamente sobre facturas estrambóticas y dinero público destinado al buen yantar, sorprende la afición que hay en España por el marisco. Pero, ¿qué tiene el marisco que fascina y embelesa?, ¿qué encanto poseen la gamba, o el percebe, que mueven a la dispepsia sensual de cualquiera que logre echar el guante a veinte duros de dinero municipal, cantonal o autonómico...? ¿Qué inquietud patriótica o racial o gástrica nos empuja hacia las seductoras curvas del aplaudido camarón, del discreto urocordado, la simpática almeja y el ingenuo chipirón...? Dicen los entendidos que hay que comer marisco sólo en aquellos meses cuyos nombres contienen la erre, pero la pasión por el marisco subvencionado está tan extendida que no falta día que no se firme en algún rincón del suelo nacional una facturita a cuenta de una chupipandi de zamburiñas o de altaneros cangrejos, por viejos y achacosos que tales animalitos estuvieran antes de pasar por el asador. Y ya puede decir Lupercio Leonardo de Argensola lo que quiera, que no hay más agradable cautiverio –aunque también sea miserable– que sujetarse la vil panza y dejar que la gula tenga imperio sobre el decoroso centollo y la coqueta cigala siempre tan profesional. Y es que un estómago acostumbrado al caramujo no se aclimata al buey si no es de mar. En los años ochenta, el gran vicio público de España se denominó «pelotazo», una bellaca tendencia financiera prima hermana de la corrupción mediante la que muchos hicieron fortuna rápida (España es grande: aquí hay mucho por mamandurriar). Pasado aquel tiempo de OPAs y accionistas-clientes de la nave nodriza estatal, en nuestra época prima el «marisquismo» ideológico: «Dadme unas tenazas rompe-patas de bogavante o una cucharilla de caviar... y con ellas levanto España», diría Arquímedes (si hubiera sido español).