Muere Fidel Castro

El narcotráfico y las dictaduras

La Razón
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La reciente condena de los sobrinos de Maduro por intentar introducir 800 kilos de cocaína en los EE UU vuelve a poner de manifi esto la peligrosa vinculación entre algunos regímenes populistas y dictatoriales, movimientos revolucionarios y fuerzas paramilitares que buscan acabar con el poder establecido, con el negocio de la droga. Esta vinculación, que se da en otras partes del mundo, está muy presente en el centro y el sur de América, con episodios relevantes en los últimos tiempos en Venezuela y Colombia. A la más que sospechosa relación entre el Gobierno venezolano y algunos de sus miembros con el tráfico de drogas denunciada por los EE UU, implicando también a altos funcionarios del mismo, se suma ahora este nuevo episodio que alcanza al entorno más directo del presidente. El año pasado la DEA detuvo en Haití a los sobrinos de Maduro con 800 kilos de cocaína para introducirlos en EE UU portando pasaportes diplomáticos. Pese a esta evidencia, y al reconocimiento que hicieron de sus negocios con las FARC –el primer cartel de la droga del mundo–, la reacción del Gobierno venezolano fue nombrar al general Reverol –imputado por EE UU por tráfico de drogas–, ministro de Interior, Justicia y Paz. Por su parte, la mujer de Maduro, diputada de la Asamblea Nacional, acusó a la DEA de cometer un delito en Venezuela y de haber realizado en este caso un secuestro por venganza. Mientras millones de venezolanos pasan hambre y tienen sus libertades cercenadas, parece que miembros del Gobierno y la nomenclatura se dedican al narcotráfico para engrosar sus bolsillos y mantener la dictadura que les permita seguir con el negocio. En el caso de Colombia, el fenómeno es similar: utilizar el narcotráfico para derrocar al Estado e imponer un régimen dictatorial a través de las FARC, que han construido un Estado paralelo imponiendo el terror, el secuestro y el asesinato para intentar acabar con el Gobierno legítimo, financiando un poderoso ejército con el suculento negocio del tráfi co de drogas. Y ese ejército narco-guerrillero está imponiendo hoy un Acuerdo de Paz que garantice el mantenimiento de un vasto territorio bajo su control, una representación política al margen del apoyo electoral y una impunidad por los asesinatos cometidos durante más de 50 años (más de 250.000), y sin tener la certeza de acabar con tan suculento y delictivo negocio, y la imposibilidad de volver a las andadas. Circunstancia que se produce también en México, el segundo productor del mundo, donde los cárteles de la droga han causado

80.000 muertos y 20.000 desaparecidos. Acabar con esta lacra es necesario para terminar, no sólo con las organizaciones criminales que se dedican a su cultivo y tráfico ilícito, sino también para impedir la existencia de esos movimientos terroristas revolucionarios y de esas dictaduras populistas que empobrecen a sus ciudadanos a costa del enriquecimiento de una parte importante de sus dirigentes, y que se convierten en elementos de desestabilización social y política de las zonas donde tratan de ejercer su influencia. Conseguirlo no es fácil. Algunos países como México y algunos estados federados como California han introducido medidas para liberalizar la producción, la venta y el consumo de drogas, e incluso el cobro de impuestos por ello, lo que, además de provocar el polémico debate sobre las bondades de liberalizar el consumo de sustancias dañinas para la salud como medida para acabar con el tráfico de drogas, no se ha mostrado de momento eficiente por la dificultad que tiene en tanto no sea esta una medida implantada a nivel general.