Libros

Alfonso Ussía

El niño que quiso atrapar al sol

La Razón
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Para mí, el libro del campo, la memoria de la naturaleza y los recuerdos de la pequeña tierra, es el de José Antonio Muñoz Rojas, «Las Cosas del Campo». No hay belleza literaria que supere su palabra. Los hermanos De las Cuevas, madrileños enraizados en Ronda, escribieron un libro precioso, «Historia de una finca», aunque erraron en el título. Es la historia de un cortijo rondeño que se alza a la izquierda de la vieja carretera de Ronda hacia Sevilla. La voz «finca» es muy inmobiliaria o de nuevo rico. Nadie, que de antiguo posea campo, se refiere a él como su finca. «Te invito a pasar un fin de semana en mi finca», es invitación que impulsa una respuesta negativa. «No puedo, porque me voy al campo». La finca es como el «haiga», un tornatrás a la paletería urbana del hortera enriquecido.

A partir de ahora, son dos los libros de mi campo soñado. El de José Antonio Muñoz Rojas y el de Abel Hernández, «Historias de la Alcarama», que me ha acompañado todo un fin de semana, torrencial e inestable, en mi casa de Ruiloba. La memoria de Sarnago, pueblo olvidado y derruido, en la sierra de la Alcarama, Tierras Altas de Soria. El lenguaje del campo humilde de la Vieja Castilla de un niño que llegó con su esfuerzo a dominar la maestría del idioma más bello del mundo. El español del campo castellano. Poco o nada queda de aquel Sarnago que Abel vivió de niño. Sombras de seres queridos, casas abandonadas y el mismo campo, quebrado en su estética por las repoblaciones de pinos allá donde crecían los robles en las solanas y los hayedos en las umbrías. Campos de ganado y lobos, de madres que amasaban la harina con un pañuelo en la cabeza, de castillos figurados y móndidas con lazos de colores colgando de sus cabezas. El universo de un niño que llegó a creerse tan capaz de todo, que quiso atrapar al sol. No lo consiguió, porque el sol, precavido y sabio, cambió el rumbo de su camino y el niño encaramado al árbol no pudo atraparlo. Le jugó una mala pasada.

Recurre a la melancolía, la misma melancolía del desaparecer de Agustín de Foxá cuando sollozó de talento ante la llegada de la muerte. «Y pensar que no puedo en mi egoísmo,/ llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja./ Que he de marchar yo sólo hacia el abismo, / y que la luna brillará lo mismo/ y ya no la veré desde mi caja». Abel Hernández describe en un párrafo prodigioso la desazón, el abatimiento y la vida deshabitada de la Castilla Alta. «Nadie escucha ya el rumor eterno del río entre las piedras. El agua pasa de largo sin regar los huertos ni mover la aceña. El trujal no da aceite. Las ramas de la higuera penetran por la ventana de la casa. Sólo los cazadores prueban los frutos del serbal y del maguillo. La iglesia se ha quedado muda, sin campanas. Parece que por aquí, por este último rincón de Castilla, ha pasado el ángel exterminador. Queda la belleza esencial de las ruinas, que encierran el alma invisible de los pueblos abandonados».

Abel Hernández no lamenta, como Foxá, no apoderarse desde su egoísmo del sol y el cielo para llevárselos en su mortaja. Abel Hernández, cuando era niño, vigiló el camino del sol, decidió detenerlo en su ocaso y ofrecérselo a su madre para que siempre su casa estuviera iluminada, a salvo de vientos helados y fríos serreños. Con la misma elegancia que narra su propósito infantil, reconoce su rotundo fracaso. El sol sigue ahí, para bien de todos, y el pueblo habitado en el que Abel vivía, hoy sólo ofrece al sol que no permitió su secuestro el alivio de las ruinas y las casas y calles sin voces de niños ni destemplanzas de ancianos.

Lo tenemos aquí y no lo valoramos como merece. Estamos ante un escritor portentoso.