Ángela Vallvey

El odio

La Razón
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Nunca hay que desdeñar la fuerza política del odio. Aunque Dante lo pusiera entre las emociones producto del fango del mundo, tiene gran aprovechamiento como elemento transformador de la realidad. Calígula decía que no le importaba que lo odiasen porque deseaba inspirar temor, tal y como enseña Cicerón («oderint, dum metuant», que me odien, con tal de que me teman), y Tácito creía que es propio de la condición humana odiar al que nos ofende. Pero el odio también vota. Los subordinados, avasallados, postergados por el poder, verbigracia, pueden votar con su odio en la mano ante la urna, que hará recuento matemático del malestar. El odio puede alentar a un partido político, y hacerlo despegar imparable hasta el éxito democrático. El votante que odia a un político, votará en su contra haciendo de su obstinación una causa. Podrá ser fácilmente embaucado por los líderes adversarios del odiado, por el contrincante de quien sea que le hace sentirse agraviado. El odio, por si fuera poco, es un pegamento que une voluntades y las convierte en una potencia impetuosa y, llegado el caso, incluso violenta. Como diría Heine, «lo que el amor cristiano no puede hacer, lo consigue el odio en común». El odio es regresivo y puede llevar a quien lo siente a aceptar conductas, opiniones, caminos irrazonables, tramposos, insensatos... Con tal de que den curso al impulso de su repulsa. El nazismo, por ejemplo, supo aprovecharse del aborrecimiento de los alemanes frustrados, condenados y exacerbados después del Tratado de Versalles. Goebbles incluso se permitía aullar en sus discursos una sarcástica muletilla: «¡Por supuesto, todo esto es propaganda!». Es probable –aunque resulta muy difícil comprobarlo– que el odio, emoción retrógrada y negativa como pocas, sea uno de los elementos políticos más activos en el ánimo de las masas votantes. O que lo sea, como mínimo, mucho más que sentimientos positivos y prácticos de cualquier clase. El votante que odia sabe que, en un sistema democrático, sólo puede traducir su odio en un voto, así que lo usa como una bala: procura hacer con él el máximo daño posible a la ideología que aborrece –bien porque es contraria a sus ideas, o porque se siente agraviado por ella–, deseando contribuir a la caída de aquellos que la representan en ese momento. El odio alimenta más que el pan. Y vota en masa. Hay quien lo tiene en cuenta a la hora de elaborar campañas electorales.