Alfonso Ussía

El olvidado

«Entró en la cárcel como un joven furioso y salió como un pulido diamante». Así define su evolución el arzobispo Tutu. Es cierto. La gran victoria de Mandela fue triunfar sobre sí mismo, y superar el rencor y la venganza. Mito viviente, personaje adorado. Los que le conocieron coinciden en resaltar su simpatía y encanto personal. También su brillantez. Veintisiete años en la cárcel causan un destrozo en el ánimo de cualquiera, y más aún, si el desarrollo del equilibrio y el perdón vence al resentimiento. No parece oportuna la comparación, pero aquí en España tuvimos un personaje parecido, más honesto que Mandela en lo material y menos influyente en la política. Me refiero a Marcelino Camacho, aquel fresador de la Perkins que asimiló la injusticia de sus muchos años de cárcel. Fue el dirigente sindical por definición, cuando en los sindicatos no volaban los dineros a los bolsillos particulares ni al aire de la corrupción. Terminó arrinconado y maltrecho el honrado y decente comunista al que sólo el «Abc» dirigido por Luis María Anson publicaba sus escritos. Y murió en la pobreza, consecuencia directa de sus ideales.

Mandela es un personaje tan interesante y contradictorio que necesita mucho espacio de tiempo transcurrido desde su muerte para ser analizado. Hoy todos nos sentimos emocionados por el fallecimiento del abuelo bondadoso y amable, pacificador y noble. Pero fue violento en su juventud y terminó siendo el paradigma, la imagen viva del abrazo y la superación de los terribles desencuentros raciales. No obstante, creo que hay un apellido que hubiera merecido más atención y respeto en los comentarios que lloran la desaparición del gran líder sudafricano. De Klerk, el presidente de la transición, hijo, nieto y biznieto de böers, pragmático y lúcido, tan padre de la nueva Sudáfrica como Nelson Mandela. De Klerk fue el Adolfo Suárez sudafricano, e incluso, el Gorbachov decidido a la inevitable desaparición del odioso «Apartheid». Suárez fue franquista y bien ayudado y apoyado protagonizó el final del Régimen. Gorbachov era comunista y supo ver el fin del fracaso, y De Klerk se atrevió a combatir la poderosa oposición de la minoría blanca, holandesa y británica, y darle el relevo del poder al CNA liderado por Mandela, un Congreso Nacional Africano sólo fiable desde el prestigio del viejo prisionero. Porque en el CNA existían –y aún existen– dos grupos enfrentados. El mandelista, que abanderaba la reconciliación de todos los sudafricanos, y el jordanista de Palo Jordan, un joven resentido que alentaba a la venganza y la violencia. A Jordan sí tuve la oportunidad de conocerlo en la sede del CNA en Johannesburgo y puedo asegurarles que al término de la reunión –Antonio Burgos, Pepe Oneto, Luis Del Olmo y más colegas también presentes–, nos sentimos muy aliviados de recuperar la libertad de la calle. Y visitamos a De Klerk en el palacio presidencial de Ciudad del Cabo, y todos coincidimos en considerarlo un Suárez agorbachado o un Gorbachov ensuarecido. Sin la colaboración y el pragmatismo de De Klerk, Mandela tendría que haber recurrido a la violencia para acceder al poder de una nación dominada por una casi invencible minoría europea, sin olvidar el alineamiento junto a los blancos del pueblo zulú dirigido por Buthelesi, que consideraba a los negros que no fueran zulúes «putos descendientes de los esclavos». Y De Klerk consiguió conciliar a todos y abrir el futuro a lo que hoy es Sudáfrica, huérfana de la figura que culminó el abrazo. Sin Mandela, el CNA puede variar los rumbos y los objetivos. Honor al gran héroe que venció a la violencia, y al böer que le señaló el camino.