Pedro Narváez

El pactito

Las catástrofes, como en las películas del género, tienen su propio guión. En pleno desconcierto llega el héroe que guarda el vellocino de oro y hace callar a los dioses o a los extraterrestres. Los que aparecen como héroes políticos suelen presumir de hazañas que nadie conoce ni ellos mismos certifican. Salvapatrias para los que de no haber nacido, la nación sería un somier flojo que no aguantaría la pasión de sus caderas. Ahora por cualquier axila se cuela una pulga sin desodorante dispuesta a domar leones, espontáneos que creen que la política es proponer una obra en el descansillo del piso en la reunión de la comunidad de vecinos e históricos carcamales que ven su penúltima oportunidad hurgando en el mendrugo que es lo que su dentadura política les permite. No niego que algunos lleven buena intención, que es la mayor de las catástrofes, como los que se agolpaban bajo la guillotina en busca de un mundo más justo. Unos quieren poner a dieta el Estado para ver si engorda su popularidad y otros ganan peso a costa de ir dejando en los huesos al poder para que, cuando ya sólo queden las sobras, aparecer con un carrito repleto del supermercado como si fuesen reyes magos en la noche de los caramelos rotos. La emergencia se está convirtiendo una vez más en la parodia nacional de la que, de vivir Berlanga, daría para otra vaquilla. A ver quién se queda con lo que queda de España. Me empiezo a cansar de los discursos hueros y de los que arreglan el déficit con la cuenta de la vieja o la de la lechera. Más que los sueldos, los aprendices de estadistas deberían enseñarnos sus cuentas domésticas. Quiero ver cómo evoluciona en el mes su frigorífico y el recibo de la luz. Propongo una iniciativa legislativa popular. Y a mí no me miren.