Alfonso Ussía
El Papa
Soy un cristiano católico de seis Papas. Pío XII, vilipendiado. Juan XXIII, vilipendiado. Pablo VI, vilipendiado. De Juan Pablo I, al que no tuvieron tiempo para vilipendiar. De Juan Pablo II, vilipendiado y escarnecido porque su sola palabra, su resistencia y su fuerza nacida de la humildad y el espíritu, derribó el Muro y la mentira que gobernaba al mundo oprimido. Y Benedicto XVI, vilipendiado por su hondura teológica, su espiritualidad y su amor por los más humildes y necesitados. No he entendido nunca la importancia que conceden a los representantes de Cristo en la tierra los que no creen en Cristo ni en sus representantes. Una obsesión que devora sus argumentos para que terminen en convertirse en meros peleles de su animadversión. El Papa ha anunciado su renuncia porque le faltan fuerzas físicas y espirituales para seguir sirviendo a Jesucristo. Y los que más critican al Papa son los que desprecian a Jesucristo, al Papa y a la Iglesia. Se lo tendrían que ver.
Pío XII fue un gran Papa, inmerso en los años más duros y sangrientos de Europa. Era como un junco sabio y fuerte. Se le ha acusado de todos los crímenes morales y éticos. De ser partidario de los nazis. Hoy, los historiadores reconocen su incansable labor en pro de los judíos, de los perseguidos, de los desheredados. Juan XXIII representó la simpatía, la espontaneidad. Promovió el Concilio Ecuménico Vaticano II. Fue el Papa popular, amigo, sonriente, bueno, sencillo. Dios ante todo. Pablo VI, la bondad arrancada de la Curia. Más político, inteligente, pero siempre amparado en su condición de Padre de todos. Juan Pablo I, tan breve que hasta los más adversos le mantienen la simpatía del olvido. Se topó con un mes de borrascas imprevistas. Falleció con el susto del buen párroco que de golpe se topa con la inmensa responsabilidad de su roca. No le dio tiempo para nada. Cuando supe de su muerte, llamé a mi madre, muy religiosa. –Mamá, el Papa se ha muerto-; y mi madre, sorprendida respondió: -¿Otra vez?-.
Juan Pablo II, el gran creyente de la Iglesia perseguida, alejado de la curia, el viajero, el ser humano que más amor ha recibido de cuantos han viajado por la piel de la tierra. Su palabra derribó el Muro, venció al comunismo sin más armas que su fe. El Papa viajero, herido , perseguido por la KGB, atormentado por el dolor físico que siempre superaba. Llegó de la tortura y nos enseñó a todos cómo el mejor Papa puede ser también el más valiente de los hombres.
Y Benedicto XVI. El intelectual, el hombre del saber profundo y grandioso. Siempre Dios antes que la música, a la que ensalzó como vehículo imprescindible de la serenidad que se precisa para alcanzar las nubes del infinito. El Papa de la espiritualidad y la inteligencia. Vilipendiado por nacer alemán en tiempos en los que ser alemán no se consideraba aceptable. El Papa del amor a los necesitados, del reclamo a la revolución de las conciencias, de la elementalidad suprema ante el Misterio. Se nos marcha, que no nos abandona, el Padre admirado que convierte en sencillez toda la grandeza de su sabiduría y su caridad. Se refugia, después de ser el jefe espiritual de miles de millones de personas diseminadas en todo el mundo, en un humilde y solitario sacerdote que reza en su soledad por todos nosotros, y por la paz. Por todos, he escrito, con especial amor, por los que lo desprecian. El Papa ha decidido, por su cansancio, que rezar por el mundo desde el amor de Dios es más importante que ser el Papa.
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