Antonio Cañizares

El Papa Francisco

Hoy mismo, fiesta de San José, se cumple el primer aniversario del inicio oficial del pontificado del Papa Francisco, que había sido elegido unos días antes para suceder a Benedicto XVI en la Sede de Pedro, con quien ha mostrado una continuidad total. Damos gracias a Dios por este don inmenso que está siendo para la Iglesia y para la humanidad el Papa Francisco, Papa, como él mismo dijo, venido «del fin del mundo», digamos usando también una expresión muy suya, de las «periferias» de la tierra, a las que la Iglesia ha de llegar con el Evangelio, «el gozo del Evangelio», para usar el título de su Exhortación apostólica, tan luminosa e iluminadora como programa de la Iglesia para los próximos años.

Es un hecho: las gentes, particularmente los sencillos y limpios de corazón, los pobres y los que sufren, lo han recibido y acogido con gran alborozo, con ese gozo que es el anuncio, la llegada, la presencia del Evangelio, de la buena noticia que los hombres esperan. Una gran corriente de esperanza, sin ninguna exageración, se ha despertado. ¡Cuántas veces ha apelado a la esperanza! ¡Cuántas veces nos ha urgido: «No os dejéis robar la esperanza»! Todo está siendo muy revelador de que, en verdad, lo que Dios quiere, en este pontificado, es abrir a los hombres contemporáneos a una esperanza grande y nueva, la única que puede saciar sus corazones insatisfechos y sus necesidades más hondas, que no es otra que la misericordia de Dios.

Lo que puede devolver al mundo y a la Iglesia una nueva faz no es otra cosa que el Evangelio de la misericordia y la caridad, como tanto y tanto subrayó con dos encíclicas espléndidas el Papa Benedicto XVI, del que son sus principales destinatarios los pobres, los últimos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de la justicia. Sencillamente, el Evangelio de las Bienaventuranzas, que constituyen el núcleo del mensaje de Jesucristo. Vivir y anunciar en obras y palabras ese Evangelio de la misericordia está siendo el gran testimonio del Papa Francisco en estos momentos y el gran signo que nos ofrece es precisamente que los pobres son evangelizados; es, además, el gran signo que pide a la Iglesia, a cuantos la formamos sin excepción alguna, es ese gran signo, como el mismo Jesús. Porque, como Él mismo señala: «El valor de la Iglesia es vivir el Evangelio y dar testimonio de nuestra fe. La Iglesia es la sal de la tierra, es luz del mundo, está llamada a hacer presente en la sociedad la levadura del Reino de Dios y lo hace ante todo con su testimonio, el testimonio del amor fraterno, de la solidaridad, del compartir», con el gran testimonio de la misericordia. Y así lo estamos viendo en Francisco, ante quien y ante cuyo obrar se sienten dichosos los pobres porque alcanzan y tocan la misericordia de Dios, de Dios revelado en la carne de Cristo. Esa carne de Cristo es hoy la carne de los crucificados, los pobres, los hambrientos, los privados de libertad, los enfermos, los ancianos, los niños, los abandonados, los marginados, los necesitados, en suma, de tantísimas maneras de la misericordia..., con los que se identifica el Señor. No hay otra manera de encontrar a Cristo, identificarse con Él, seguirle, tocar su carne que ahí, en esa carne. Y así nos lo dice el mismo Papa Francisco: «Tocar la carne de Cristo es tomar sobre nosotros este dolor por los pobres. La pobreza, para nosotros cristianos, no es una categoría sociológica o filosófica y cultural: no; es una categoría teologal. Diría, tal vez, la primera categoría, porque aquel Dios se hizo pobre para caminar con nosotros por el camino. Y ésta es nuestra pobreza: la pobreza de la carne de Cristo. Si vamos hacia la carne de Cristo, empezamos a entender algo, a entender qué es nuestra pobreza, la Pobreza del Señor» (Papa Francisco).

Es lo que el Papa está haciendo. Sus viajes y sus signos están siendo muy elocuentes en este sentido del Evangelio de la misericordia y de que los pobres están siendo evangelizados. Ahí tenemos el conmovedor viaje a Lampedusa, o su visita a Asís, con todo lo que evoca la figura del Poverello de Asís, San Francisco, especialmente conmovedor en aquel encuentro con los más pobres, o su gran apelación ante el conflicto de Siria, o su viaje a Río de Janeiro con ocasión de la Jornada Mundial de los Jóvenes, de los más necesitados de misericordia y más heridos de hoy, aunque parezca lo contrario, ante los que no podemos pasar de largo, y, además, allí mismo, ofreció ese signo tan elocuente de su visita a la favela, no como espectador y turista, sino «mojándose» de verdad...

¿Cuál es la razón última de esto en este Papa, como en Teresa de Calcuta, en Francisco de Asís, y en esa pléyade ingente de servidores de los pobres porque han descubierto y ven en ellos al mismo Cristo? No es otra que el encuentro con Cristo en la oración, el encuentro con Dios misericordioso en la Eucaristía, en la Penitencia o en la adoración. Dios, Cristo, que vive es la razón última, ¡Qué providencial y qué bien hace Dios las cosas!, cuando la semana pasada, la tarde del 13, cuando se cumplía un año de la elección del Papa Francisco, a la misma hora, cuando iniciaba su segundo año como Papa, donde estábamos haciendo ejercicios espirituales con él, como todos los días, como todas aquellas tardes, a la mismísima hora, nos encontrábamos todos en adoración eucarística ante el Señor: ahí está el secreto de este Papa de la misericordia y de la esperanza, de la alegría y del Evangelio. Sólo en Dios que es amor, y esto es lo que afirmamos en la adoración, por la que entramos en comunión con Él y nos llena de ese amor suyo, sin el que nada podemos. Secundando la adoración, pidamos por este Papa, que Dios nos lo conserve, y que le hagamos caso. Porque, además, esos gestos no son gestos para la galería, ni sólo para Él, sino que son para todos, para que la Iglesia toda entregue ese Evangelio de la misericordia, que tiene como destinatarios y beneficiarios preferenciales los pecadores y los pobres. Recemos por el Papa, recemos mucho.