César Vidal

El poco fiable testimonio del guardaespaldas de Hitler

En 2008 se publicaron las memorias de un antiguo miembro de las SS llamado Rochus Misch. Aunque el texto, en realidad, se debía a Nurkhard Nachtigall, al menos, presentaba el aliciente de proceder de alguien que había estado con Adolf Hitler hasta que exhaló el último aliento. Pero, ¿aportaba algo?

La verdad es que no. Hitler contó con hombres de confianza a lo largo de su carrera política, hombres que, de forma bien reveladora, no son conocidos del gran público y no pocas veces son pasados por alto por los historiadores. Emil Maurice –del que se enamoró Geli Raubal, sobrina de Hitler– Julius Schreck, auténtica mano derecha; Julius Schaub –el organizador de la vida privada de Hitler desde 1925 hasta 1945– o incluso Ernest Hanfstaengl fueron enormemente importantes. A ellos les contaba el futuro «Führer» todo y de ellos dependía que no se conocieran intimidades del aspirante a dictador. Baste decir que Julius Schaub, tras la muerte de Hitler, se encaminó resuelto al apartamento del «Führer» en Múnich y al Obersalzberg para rendirle su último servicio: el de quemar papeles relacionados con la comprometedora vida íntima de su amigo. Todos ellos eran importantes y, de haber querido hablar, sus informaciones habrían resultado muy iluminadoras. No fue el caso de Misch. De hecho, en no escasa medida, sus memorias no pasaban de ser una apología tardía. Precisamente por ello, estaban repletas de tópicos. Misch había compartido seguramente el nacionalismo germánico de tantos alemanes nacidos en Silesia, una región que pertenece a Polonia desde la Segunda Guerra Mundial. Aunque insistía en que era la oposición a Stalin lo que lo había llevado a alistarse en las SS –«me enrolé en la guerra contra el bolchevismo, no por Adolf Hitler»–, sinceramente cuesta creerlo siquiera porque las relaciones entre el III Reich y la Unión Soviética en 1939 eran todo menos tensas.

De hecho, en septiembre de 1939 se repartieron Polonia en el curso de un descuartizamiento en que Misch participó como agregado a una unidad militar. Herido durante la campaña, Misch fue enviado a retaguardia y allí resultó escogido para convertirse en uno de los guardaespaldas de Hitler. Sus recuerdos de la época –Hitler siempre quiso llegar a un acuerdo con Inglaterra, salvó a Europa de los comunistas, etc.– no pasan de ser frases manidas. Con todo, donde queda más de manifiesto el poco interés del personaje es en su relato del suicidio de Hitler.

A decir verdad, examinando sus palabras, se tiene la impresión de que el «Führer» podría haber escapado de la cancillería –como tantos han afirmado– y que Misch habría sido el personaje ideal para ser engañado porque del supuesto cadáver sólo acertó a ver unos zapatos que sobresalían de un saco. Misch insistiría en que Hitler dio libertad a todos para huir, pero que él insistió en quedarse. También afirmaría que había vuelto a rechazar esa posibilidad ofrecida luego por Goebbels. Quizá, pero la verdad es que fue capturado entre las ruinas de Berlín y a no pequeña distancia de la cancillería. Deportado a la Unión Soviética, no regresó hasta 1954, cuando pudo reunirse con Gerda, la mujer con la que había contraído matrimonio en 1942, y abrir una tienda. Luego el silencio, un silencio que fue absoluto hasta que se acercaba a los noventa años y que rompió para decir que el «jefe» «jamás» habló delante en su presencia del exterminio de los judíos. Puede ser. Es más que dudoso que delante de él Hitler dijera algo interesante.