Julián Redondo
El podio
Etapa programada, el cálculo Movistar frente al invencible potenciómetro de Froome. Ataques escalonados lejos de las vallas en busca del premio. Ciclistas diseminados por el trayecto, puntos de apoyo, ofensivas premeditadas, relevos previstos que persiguen la victoria, tan difícil. En el Tour es complicado. El amarillo es el destino de muy pocos elegidos y alguno, hasta siete veces descabalgado. Amarillo, distintivo de los superhombres. Un triunfo parcial es abrir de par en par las puertas de la gloria. El Olimpo de la Grande Boucle es selectivo, mas no angosto. Dispone de parafernalia para el triunfador parcial y le reserva un espacio cerca de los dioses. Distingue con maillots específicos a guerreros de largo recorrido que también necesitan tres semanas, como Froome, para acreditarse en el escalafón. Y además, el podio.
Cuando en pos de un objetivo se entrega hasta el último gramo de energía, el segundo y el tercer escalón recompensan; aunque el lugar más alto de la pirámide lo veden el triunfador absoluto y las propias fuerzas. Que sólo haya un vencedor no significa que el resto, hasta el farolillo rojo, sean perdedores. Como una imagen vale más que mil palabras, la de Valverde emocionado en Alpe d’Huez, inmensamente feliz sin poder contener las lágrimas, eleva la categoría de quienes después de tantos años de luchar por un sueño lo alcanzan. Nunca llegó al Tour más liberado de presión ni en condiciones tan idóneas para escalarlo. Desde enero no dejó de repetir que su misión en julio sería apoyar incondicionalmente a Nairo Quintana, finalmente segundo tras ese ascenso programado y memorable a la «montaña sagrada». Felicidades a ambos, a Froome y también a Contador, por haber acabado. Y felicidades a Ona Carbonell, subcampeona mundial en Kazán en el solo técnico de sincronizada. Sigue sin bajarse del podio. La echaremos de menos cuando se vaya.
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