Alfonso Merlos
El príncipe caído
Y el príncipe salió rana. Se veía venir. Que no se esfuercen sus mamporreros o sus chicos de los recados en lo evidente. Ya lo sabemos: una imputación no es una condena ni una acusación (¡hasta ahí podíamos llegar!). Que no subrayen grotescamente lo reglamentario en estos momentos: la honestidad de quien se va a someter al implacable veredicto de un tribunal. Que no añadan lo que no es sino la mera manifestación de un deseo: que el caso no llegará a juicio.
Todo está de más, incluso sin perder de vista que Oriol Pujol, hoy, es inocente. Pero no procede toda esa hojarasca pseudoargumental y plagada de latiguillos que vomitan los más variopintos terminales nacionalistas. Si hemos llegado hasta aquí es porque la acumulación de indicios/pruebas contra el príncipe es, sencillamente, abrumadora.
Hablamos del imputado que, según las metódicas y prolongadísimas investigaciones que hasta aquí le han llevado, todo lo sabía y lo planificaba y lo ejecutaba y lo controlaba en la trama de las ITV. En términos anglosajones, sería un nodo: el núcleo que está en el centro de todo, conectado con todos, al control de todo, a cuyo ángulo de visión y radio de acción nada escapaba. Y hablamos nada menos que de una trama delincuencial que pivotaba sobre el tráfico de influencias.
Ha llegado la hora de la verdad. Toca contar y cantar. Toca poner al descubierto un drama que ha golpeado implacablemente la Cataluña del oasis en las últimas décadas y que podría ser finiquitado. La tragedia de una sociedad en la que unos notables, unas élites, unas castas pretendidamente superiores en todos los órdenes se creían por encima del bien y el mal, hacían de su capa un sayo, mangoneaban sin freno. Porque todo eso, señoras y señores, ni tenía ni tiene nada de democrático.
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