José María Marco

El principio de la realidad

La Razón
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En su intervención en la sesión de no investidura, el presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, evitó la trampa en la que Pedro Sánchez cayó una y otra vez. Sánchez se empeñó en recordar que partía de un fracaso (la cantinela de que «no hay una mayoría de izquierdas») para adelantar una posición imposible como es formar un «gobierno de progreso». De hecho, el argumento de Sánchez lleva, por pura lógica, a aquello a lo que él mismo se ha negado. Ya que no hay tal mayoría, lo mejor es una coalición que estabilice la situación y abra el camino a nuevas reformas...

En vez de insistir en su propuesta, Rajoy, muy seguro de sí mismo, se decantó por un análisis distanciado e irónico de la situación. La brillante intervención en LA RAZÓN hace unos días parece haberle servido de ensayo general con (casi) todo. Y es que el presidente del Gobierno decidió jugar la carta de quien pone en evidencia el trasfondo del vodevil al que llevamos asistiendo dos meses, desde que el PSOE y Ciudadanos dijeron que no iban a votar la investidura de Rajoy y Sánchez se negó incluso a escuchar una primera propuesta del ganador de las elecciones.

Muy en su papel, Mariano Rajoy recordó el fundamento del problema político que se ha planteado y el comportamiento de cada uno en torno a una situación que, como dijo él mismo, no ha cambiado desde el 20 de diciembre por la noche. En el volátil –y calamitoso, añadiría más de uno– panorama político español, donde los deseos se confunden con los hechos,

Rajoy representa una y otra vez el principio de realidad. No se lo perdonan, como es natural, y no se lo van a perdonar. La realidad es inaceptable. Y la realidad es que lo de ayer en el Congreso de los Diputados fue el primer acto, minuciosamente escenificado, de la nueva campaña electoral.

Mariano Rajoy lo sabe, y eso aumenta aún más la distancia con respecto a sus (no) interlocutores. De ahí la ironía que rezuman sus palabras. Pone a los demás ante una responsabilidad que no quieren asumir, y al hacerlo con tanta frialdad, y sin necesidad de subir la voz, saca partido de algo que en principio está en su contra: la diferencia de edad. En un escenario en el que los demás protagonistas juegan al adanismo regeneracionista, a la buena conciencia virginal y al juvenilismo irresponsable, Rajoy les devuelve la imagen que se tiene de ellos en una sociedad que lleva muchos años esforzándose por criar a señoritos como los que ayer hablaron en el Congreso. Tampoco esto, como se comprenderá, es fácil de perdonar.

Eso no significa que Rajoy, que representa a muchos millones de personas y está en condiciones de representar a algunos más, se deba acomodar a un papel que, aun sentándole muy bien, no le va a proporcionar más apoyos. Hay en el discurso y en la actitud de Rajoy una complacencia que –además– probablemente no corresponde al fondo de su propia convicción, ni a su carácter ni a su experiencia. El reformismo, del que Rajoy y el Partido Popular se reclaman con razón, exige presentar propuestas, explicar lo que se quiere hacer y también adoptar una posición más clara, menos reticente ante los adversarios. Las últimas elecciones han dejado claro que no todo se puede dejar al sobreentendido y al supuesto sentido común de la gente. También el principio de realidad, que siempre es relevante, puede llegar a pecar de narcisismo.