Martín Prieto

El principio del Príncipe

La monarquía visigótica era apasionante y no permitía el aburrimiento, porque al ser electiva los asesinatos acechaban en todas las estancias, hasta hacer larguísima aquella lista de los reyes godos que nos o ligaban a recitar en las escuelas. Probablemente, en el episodio de don Favila y el oso, el plantígrado representaba el papel del sicario. Esta Monarquía es dinástica y el Príncipe (o una Princesa si la hubiera) no necesita otra representatividad que la que le otorga ser el principio de lo que llegará a ser. «El Rey ha muerto. ¡Viva el Rey!». Gran parte de la clase política, entre izquierdosos sentimentalizados y nacionalistas reescritores de la Historia que toman como «best seller», coinciden en mudar con cualquier pretexto la Constitución de 1978, que tampoco es tan vieja como «La Pepa». Cunde la hipocresía porque éstos no pretenden actualizar o modernizar el texto máximo sino hacer otra Constitución. Y si se sienten con fuerza para ello pondrán sobre la mesa la República Federal o confederal. Y no incluirían a Portugal porque desde Aljubarrota los lusos no se dejan. Mientras el Rey tenga cabeza para firmar y pueda hacer viajes transoceánicos, aunque sea en una muy digna silla de ruedas (como Rooselvet), su salud sólo motiva buenos deseos como a cualquier ser humano. Zaparrastrosos constitucionales han llegado a suponer que se podía designar Regente al Príncipe como si fuera María Cristina de Austria. No se le advierte a Don Felipe cara de viuda, pero vale todo para roer la Transición constituyente a la democracia que quiso desmantelar el zapaterismo. El Príncipe tiene su formación, es hombre talludo y barbado, y no precisa de andaderas legales o estatutos principescos para hacer lo que ya hace y que es lo que le manda institucionalmente su padre. Esa dinasticidad (que lógicamente molesta a los republicanos) es la que explica que tengamos tan pocos Borbones y tantos Godos. El Príncipe es su propio principio y las funciones que asume no necesitan la interesada cursilada de un corsé de armiño.