Restringido

El pueblo

La Razón
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Si algo desconcierta del incendio Trump es su bienoliente distancia respecto a los ciudadanos. El trasiego de odio que empapa sus discursos sería un experimento, disonante y salvaje, pero al cabo caído del cielo. Ajeno al pueblo que lo jalea y extraño a cualquier consideración sociológica más allá de su indiscutible eficacia a la hora de polarizar titulares. De alguna forma, leyendo las respuestas de sus odiadores, creeríamos que Donald Trump predica en una cámara de vacío. O que, en cualquier caso, su popularidad se debe a la frívola actuación de unas televisiones excesivamente tarambanas, que primaron el espectáculo y la cuenta de resultados por encima de la responsabilidad cívica, el deber de informar y la salvaguarda de los cimientos democráticos.

Siendo evidente que los medios de comunicación babean con Trump, pues tonifica audiencias cual garañón del share, acumula demasiadas victorias en demasiados estados, y demasiado diversos, como para prolongar la condonación de una responsabilidad que incumbe, primeramente, a sus votantes. Lejos de presenciar un extravagante fenómeno atmosférico, una tormenta perfecta nacida de las ciegas dinámicas del viento y las aguas, Trump responde a las necesidades y anhelos de una gruesa parte del electorado. Gente que, en pleno dominio de sus facultades, opta por el aguarrás político, el grito huracanado y la jibarización del matiz. Ante la evidencia de que la realidad siempre es mejorable y que el parlamentarismo, como cualquier otro sistema, necesita cuidados frecuentes para mantenerse sano, estas personas abandonan las recetas tradicionales. Lo apuestan todo a quien propone como bálsamo un seísmo hecho de recetas infalibles que no ameritan explicaciones porque su encanto radica en que su reino no es de este mundo. Sólo así se explica que Trump prometa multiplicar la población carcelaria hacinada en Guantánamo, anomalía jurídica que sale por 5.000 millones de dólares anuales, al tiempo que reduce al mínimo sus costos. O sus planes para expulsar a millones de personas, levantar muros faraónicos en la frontera, bajar los impuestos y, al tiempo, coagular el déficit, cambiar el Obamacare por un sistema de salud «fabuloso», pero del que desconocemos cualquier detalle o, ya puestos, meter en cintura a Corea del Norte e Irán, destruir al Dáesh y, entre tanto, acabar con las supuestas francachelas de la vieja política en Washington. Lo peor es su determinada obstinación en hacer astillas con los usos e idiosincrasias del sistema tal y como lo conocemos, y del que cuando menos cabría reconocer que se trata de la democracia más consolidada y antigua del mundo. Yo no sé si, olvidando la letra de la canción, les suena la melodía. Martillea en todo Occidente con distintos ropajes y comparte el gusto por la hipérbole y el manejo de unas siniestras dicotomías que mutan al rival ideológico en enemigo de la patria. Mientras Trump promete que la suya será una presidencia por y para el pueblo va siendo hora de que alguien pida explicaciones a ese mismo pueblo. Ciudadanos que así tomados de uno en uno son como polvo, no son nada, pero que amalgamados en número suficiente ceban la peste totalitaria de Barcelona a Nashville.