Joaquín Marco
El que vendrá
La coincidencia del título de este artículo con el de un libro del escritor uruguayo José Enrique Rodó no es casual. Nacido en 1871 en Montevideo y fallecido en Palermo en 1917, fue uno de los pioneros del Modernismo, un ideólogo del idealismo espiritualista, contrapuesto al utilitarismo estadounidense. Hoy, salvo unos pocos, nadie lee ya a Rodó, más conocido por su relación con Rubén Darío (uno de sus ensayos fue publicado como prólogo a la segunda edición de «Cantos de vida y esperanza») y por otra de sus obras, de tanta resonancia en su tiempo, como «Ariel» (1900), breviario del Modernismo, y no sólo literario, que se auguraba. Rodó demostró también que el ser escritor no ha de ser necesariamente incompatible con participar activamente en política. Miembro del partido Colorado, fue diputado en 1902 y 1907, antes de su viaje a Europa en 1916. Los años en los que Rodó escribió sus obras permiten establecer un cierto paralelismo con nuestro tiempo. Al filo del nuevo siglo XX se auguraba una profunda transformación social, política e intelectual. Por descontado, el mundo occidental iba a cambiar y a este cambio –especialmente en lo literario– alude «El que vendrá», un curioso libro de ensayos. A escasos días de iniciarse 2013, cargado de malos augurios, pasado el Rubicón de comienzos de milenio, somos más conscientes de lo que se nos avecina. El año nuevo no presagia año bueno. Hables con quien hables, el futuro se anuncia con negros nubarrones. Tal vez nuestros hijos no vivirán en las mismas condiciones que vivimos. Es posible que lo que se avecina sea algo muy diferente de lo que se despide. Los cambios sociales nunca son bruscos y no hay profeta a la vista, ni signos de cuáles van a ser los nuevos pasos. Nuestros escritores, volcados en la defensa del libro, son siempre novelistas. El resto de los géneros literarios queda relegado a un muy segundo término. Y a estas alturas el libro mismo, materializado en papel, resulta problemático, aunque podamos seguir llamándolo libro. Escribía Rodó que «la obra del escritor, como toda obra del hombre, está vinculada al medio social en el que se produce por una relación que no se desconoce y rechaza impunemente. La misteriosa voluntad que nos señala tierra donde nacer y tiempo en que vivir, nos impone con ello una solidaridad y colaboración necesarias con las cosas que tenemos a nuestro alrededor». Séase o no partidario del compromiso social del artista, éste, en efecto, no puede desvincularse del medio en el que vive. Quienes culminemos, tal vez, 2013 tendremos que adaptarnos a un tiempo y a un determinado lugar de nacimiento o residencia, a circunstancias más o menos favorables. Pero a diferencia del tiempo en que a Rodó le tocó vivir, con esperanza de un positivo cambio social e ideológico, en la tormenta de ideas y proyectos que fue el inicio de la pasada centuria, lo que se nos propone ahora no es sino la resignación hasta alcanzar los límites de un ayer que añoramos. Ha desaparecido cualquier signo de progresismo (entendido ahora como decimonónico) y nos enfrentamos a un enorme interrogante. Las ideologías dominantes se entrecruzan. Cualquier nacionalismo es mera arqueología y la proliferación de la novela histórica, la más aceptada por el gran público, viene a demostrar que una buena parte de nuestros creadores miran hacia el pasado sin excesivas esperanzas de futuro, antes que al presente y así lo prefiere el gran público. La realidad cotidiana se ha tornado agobiante y este retorno al pasado implica desconfianza.
Desconocemos «el que vendrá» o lo que vendrá. Desconfiamos de cualquier idealismo frente a un mundo regido por valores que acaban siempre en el sumidero económico. Los intelectuales están fuera de juego y los escritores, a diferencia de los tiempos de Rodó, no se sientan en los hemiciclos de los Diputados. Los políticos y la política sufren un gran desgaste social y los ciudadanos lo observan, incluso, como uno de los problemas que más les acucian. Carecemos de alguna nueva esperanza como la que sacudía las elites intelectuales del Modernismo, complejo movimiento donde lo estético solapa las ideas de toda índole que germinan en su seno. Defiende Rodó la vinculación con el medio y, en el caso de la América de su tiempo, a la tierra. La América urbana se erige ahora con una nueva relación. Hasta el indigenismo reclama su puesto en las grandes urbes del Sur. Pese a la crisis global, algunos países latinoamericanos son emergentes, han sabido sortear la crisis con mayor fortuna. La vieja Europa del Sur mantiene los vicios del pasado. Anteriores euforias fueron espejismos cuando no corrupción y, apegados a la realidad, observamos cómo se van desmoronando las ilusiones pasadas. Nuestro signo es el pesimismo conservador. Conviene, pues, acercarse a los viejos maestros y aprender que sin una fe, sin nuevos ideales neomodernistas, aunque permaneciendo apegados a cuanto nos rodea, difícilmente lograremos salir de una angustia que caracterizó también lo que, en España, al mismo tiempo, calificamos como «98»: la depresión que Azorín diagnosticó como «noluntad». Contra la «noluntad», pues, el reverso de la voluntad de salir de esta pantanosa ciénaga de la crisis, se requiere no tanto insistir en reformar o recortar lo que considerábamos esencial, como en ofrecer alternativas positivas. Este país necesita de un buen psiquiatra, además del cirujano que sepa lo que se debe o se puede extirpar. 2013 no suena bien.
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