Cataluña

El regreso

Vengo de un largo silencio. Me han acogido en esta casa y, haciendo honor a la cabecera, procuraré ser razonable. Pero prometo que no me callaré. Aún recuerdo mi primera columna en «Informaciones» en el viejo caserón de la calle San Roque, escrita antes de morirse Franco con una vieja máquina de escribir. Eran tiempos difíciles e inciertos, tiempos amenazantes, mucho más que los actuales, pero teníamos ilusión. Hoy, cuando el camino que se ve delante es más corto que el que queda a la espalda, tengo la sensación de volver a empezar. Pero conviene presentarme ya, es de buena educación. Pertenezco a una generación bisagra. He pasado no sólo de la dictadura a la democracia, sino también del arado romano al avión supersónico, del candil al ordenador. El día que nací nevaba y los españoles estaban en guerra. En el pueblo no había luz eléctrica ni agua corriente ni existía la rueda, salvo la que arrancábamos a los calderos viejos para rodar el aro. Así que he dado un salto vital de la Edad Media a la era tecnológica. Hace poco he venido de Australia, donde me ha nacido una nieta. Nadie puede decir que no vengo de lejos. No sé si eso me da alguna autoridad para verlas venir y contarlo rigurosamente.

Regreso la víspera del 35º aniversario de la Constitución de la concordia, a cuyo parto asistí de cerca y que algunos ponen ahora en tela de juicio y otros pretenden saltársela sin más a la torera. Llego animoso, como el primer día, con la mochila cargada de preguntas. ¿Qué nos ha pasado en este tiempo? ¿Qué ha sido de aquel entusiasmo, de aquella libertad sin ira, con la que vencimos entre todos las tremendas dificultades del camino y alcanzamos la democracia y enseguida nos incorporamos a Europa? ¿Qué ha pasado con la clase política, tan respetada entonces, tan denigrada ahora? ¿En qué ha quedado el respeto reverencial al Parlamento, templo de la soberanía nacional, ahora rodeado por la multitud airada? ¿Y el respeto al Rey? ¿Qué ha ocurrido para que los nacionalistas catalanes, tan pactistas entonces, tan sensatos, tan constructivos, amenacen ahora con romper por su cuenta el pacto constitucional al que se comprometieron solemnemente entonces? ¿Será verdad, como dice Jordi Pujol, que en este tiempo España, que se deshilacha precisamente por la costura de Cataluña, ha perdido una guerra contra sí misma? En fin, ¿qué mosca le ha picado a la nueva guardia comunista para que reniegue ahora de la Transición, que fue admirada en medio mundo, y traicione abiertamente su compromiso con la Corona y con la bandera? ¿Se cumplirá la advertencia de Azaña de que de tiempo en tiempo a los españoles nos sacude un viento de locura?

Preguntas inquietantes, pero, como digo, de otras peores hemos salido. Hoy no tengo más remedio que defender a capa y espada la Constitución del 78. Me gustaría transmitírsela a mis nietos en el paquete de mi exigua herencia. Entonces pudo hacerse porque los que la hicieron no sabían que era imposible hacerla como se hizo. Ahora sabemos que es imposible alcanzar, para cambiarla, un acuerdo como aquél. Así que de momento lo mejor es no tocarla, que así es la rosa. Con los retoques oportunos, cuando corresponda, y las adaptaciones a los nuevos tiempos, hay que desearle larga vida. Que, como dice Ortega, «vivir al día es casi inevitablemente morir al atardecer como las moscas efímeras».