César Vidal
El regreso a la normalidad
Históricamente, las relaciones entre España y los Estados Unidos casi nunca han sido normales. A pesar de que la ayuda española fue esencial para que la joven república se independizara de Gran Bretaña, nunca supo la monarquía hispánica aprovechar esa situación. Ni ésa ni la de los millones de hispano-parlantes del país norteño que superan los de la propia España sin ir más lejos. Luego vino la guerra de Cuba y Filipinas y la España que había llamado «choriceros» a los norteamericanos porque comían perritos calientes se sumió en un antiamericanismo de diversos pelajes durante décadas. Ni siquiera los pactos con los Estados Unidos – auténtico balón de oxígeno para el régimen de Franco– ni la visita de Eisenhower cambiaron la percepción, en parte, porque en unos años no se cambia una mentalidad de décadas y, en parte, porque el coloso norteamericano era consciente de que una dictadura siempre es una dictadura. La situación comenzó a cambiar lógicamente con la Transición. No estaba Washington por la labor de que un antiguo franquista como Suárez anduviera por allá y más si se abrazaba con personajes como Castro o Arafat, pero durante el gobierno –no especialmente feliz– de Calvo-Sotelo, la UCD metió a España en la OTAN y Estados Unidos llegó a la conclusión de que el rumbo se había cambiado de verdad. La confirmación vino de la mano de Felipe González. En Estados Unidos, era conocido como «el socialista civilizado» no sólo porque, al fin y a la postre, dejó a España en la OTAN, sino porque ya lo conocían de la Transición cuando paseaba por Nueva York y recibía ayuda de fundaciones de alto coturno a las que aseguraba que creía en aquello de hay que «zer zozialista ante'que marzizta». Algún día se publicará toda la documentación del Departamento de Estado en la que consta cómo Felipe era una baza norteamericana aconsejada por los socialdemócratas alemanes para evitar que el PCE llegara al gobierno. Pero no nos desviemos. Felipe fue la consagración de la normalidad, pero nada más. El culmen de las buenas relaciones entre Estados Unidos y España se produjo, como tantas otras cosas positivas, durante la época de Aznar. El presidente español no sólo sintonizó con Bush y su lucha contra el terror, sino que además logró que España se sentara en pie de igualdad con el Reino Unido de la Gran Bretaña, es decir, el gran aliado de Estados Unidos o, como prefería escribir John LeCarré, «los primos». En aquellos años, era habitual que todas las semanas por la embajada de Washington aparecieran a comer senadores y congresistas y se convirtió en corriente que los americanos llevaran en los automóviles una pegatina en la que aparecían entrelazadas la bandera española y la de Estados Unidos. Como tantas otras cosas buenas, también ésta acabó en la etapa de ZP. Al socialista vallisoletano que gustaba de decirse leonés le pareció épico el quedarse sentado al paso de la bandera de las barras y las estrellas. No sólo eso. Como nadie se había dado cuenta, telefoneó a un director de un periódico de tirada nacional para que lo aireara. Fue el inicio de una penosa gestión que pasó por la retirada de Irak, el llamamiento a la deserción en foros internacionales y la pérdida de inversiones esenciales. A día de hoy, ZP sigue culpando de la crisis económica que desencadenó con su impericia a Estados Unidos, con lo que demuestra que sigue sin aprender nada. Las últimas horas han sido la consagración del regreso a la normalidad durante el mandato de Rajoy. Estamos lejos, por desgracia, de que España sea para Estados Unidos lo que fue en los tiempos de Aznar. Pero es el inicio y cuando algo da comienza ya sólo queda trabajar para que se llegue a la consumación.
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