César Vidal
El resistible ascenso de Jordi Pujol
Fue Bertolt Brecht el que lo expresó de manera genial en su drama «El resistible ascenso de Arturo Ui». El nacionalsocialismo alemán no era inevitable ni estaba predestinado a triunfar. Simplemente, se había valido de los peores recursos y los que tenían que haberlo frenado no lo habían hecho. El paralelo con la historia de Jordi Pujol salta a la vista. Porque nacionalista catalán no lo fue siempre. Ni siquiera después de ser educado en un centro que pregonaba la buena nueva del nacionalsocialismo germánico en los años del III Reich. Ni tampoco cuando cumplió con su obligación de realizar el servicio militar. Se conserva la foto en que, vestido de alférez del ejército de Franco muestra una sonrisa oronda que destaca entre el casco que lleva calado en la cabeza y el sable que agarra entre las manos como Fred Astaire sujetaba su bastón. Quizá todo comenzó cuando en ciertos grupos supuestamente apostólicos le dijeron que el Evangelio pasaba no sólo por Belén y el Calvario sino también por Cataluña. Eso y los guantazos que le administró la policía de Franco. Pero también la manera en que el nacionalismo catalán permitiría medrar a cualquiera que fuera lo suficientemente espabilado para abrazarlo. En los 70, Pujol no sólo dejó constancia en un libro del desprecio que le causaban los inmigrantes que estaban levantando Cataluña, sino también de la certeza de que se podía controlar la región con el 30% de los votos.
Tarradellas siempre lo miró con desconfianza porque se temía que todo acabara volviendo a las andadas de los años 30. De haber seguido viviendo habría pensado que era profeta. Porque para mantener el tinglado del pujolismo había que corromper y repartir y eso exigía mucho dinero de los bolsillos de los españoles. La carrera de Pujol pudo acabar cuando se destapó el «caso Banca catalana». En mayo de 1984, la Fiscalía lo incluyó en la querella contra los directivos de Banca Catalana.
En junio de 1986, los fiscales Mena y Villarejo presentaron la petición de procesamiento de los dieciocho antiguos consejeros, entre los que se encontraba Pujol, por presuntos delitos de apropiación indebida, falsedad en documento público y mercantil y maquinación para alterar el precio de las cosas. Pero Pujol no estaba dispuesto a que la Justicia le estropeara una carrera que imaginaba eterna. Como el Mussolini de la Piazza Venezia, convocó a sus fieles ante el balcón y les espetó que el que atacaba a Banca Catalana atacaba a Cataluña. Felipe González no le aguantó el pulso y las consecuencias fueron pavorosas. Entre ellas, una resolución donde se decretaba el sobreseimiento definitivo a pesar de reconocerse que la gestión había sido «desastrosa». A esas alturas ya era más que sabido que Pujol no rendiría cuentas. Durante la mayoría escasa de Felipe González y el primer mandato de Aznar impuso condiciones leoninas mientras presumía de ayudar a la gobernabilidad. Pero el monstruo había crecido ya mucho y no bastaba con lo que tragaba para mantenerlo en pie. El nuevo estatuto catalán respondió a la necesidad de abocar más recursos para sostener el expolio nacionalista y el clientelismo electoral. En paralelo, Cataluña se había convertido en una de las regiones más corruptas de Europa, una corrupción que, al final, ha terminado por salpicar a la familia. Ahora, Pujol reconoce que durante años perpetró conductas que, presuntamente, entraron o rayaron en el ilícito penal. Seguramente, estará tranquilo. Durante décadas hizo su real voluntad en contra de los intereses mayoritarios de los españoles y no le pasó nada. Y eso que su ascenso fue resistible.
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