César Vidal
El respeto al derecho ajeno
A mediados de julio de 1867, tras derrotar al emperador Maximiliano, Benito Juárez entró en la ciudad de México. Ese mismo día, tras contemplar un desfile militar desde el balcón del palacio de gobierno, Juárez procedió a publicar un manifiesto donde afirmaba una de las verdades más indiscutibles pronunciadas por un político: «Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz». La frase ha provocado ríos de tinta y, por supuesto, no han faltado los que se han negado a considerar que el modesto revolucionario que había humillado a los Habsburgo y a Napoleón III hubiera podido concebirla. Se ha señalado así un posible origen en «La paz perpetua» de Kant o en las tesis del liberal Constant. A pesar de los eruditos argumentos utilizados para sostener una u otra posición, es más que posible que la afirmación sólo proceda de un sentido de la justicia que se halla inscrito en el corazón de los seres humanos y que está por encima de desdichadas formulaciones ideológicas. La paz –en el sentido pleno del término– sólo es posible entre gente civilizada cuando se respetan los derechos de los demás. Precisamente por eso, conductas como los escraches –palabra que recuerda al ruido que realiza la garganta antes de lanzar un escupitajo–, las entradas en los supermercados para «comprar sin pagar» (Gordillo dixit), los asaltos al Congreso, las exigencias interminables de Mas y su cuadrilla o la conducta de las distintas franquicias de ETA son tan intolerables y, a la vez, tan inmorales. En todos y cada uno de los casos, los derechos ajenos –a la tranquilidad, a la intimidad, a la propiedad, a la integridad, a la libertad o a la representación– son pisoteados por gente que, aunque no pocas veces subvencionada con el dinero de todos, no se representa más que a sí misma. El resultado no es otro que una arbitrariedad chequista y totalitaria y una erosión de la convivencia que, tarde o temprano, acabará, si no es frenada legalmente, con cualquier vestigio de paz social. No se trata del juicio apocalíptico de un alarmista. Lo sabían un revolucionario victorioso como Juárez, un filósofo como Kant o un teórico del liberalismo como Constant. En realidad, lo sabe cualquiera que no sea un estúpido, un ingenuo o un malvado que sólo persigue implantar su agenda. Porque la verdad es que todavía hay tiempo de evitar que la paz desaparezca en la hoguera a la que algunos arrojan nuestros derechos.
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