Cristina López Schlichting

El silencio de los peces

Existen otros mundos, no sólo en el más allá. Cuando subes una montaña has puesto al límite los pulmones y trascendido tus fuerzas y el premio no es sólo una vista vertiginosa, sino sobre todo una trashumancia interior; bajas distinto a como habías subido. Por eso peregrinan los hombres de todas las culturas, bucean simas, exploran gateras inverosímiles o van a la luna. Están doblegando fronteras y buscando algo, pero también se están sumergiendo en sí mismos. Las vacaciones son para caminar por los montes, mirar el horizonte azul del mar, escuchar el redoble de los tambores al paso de imágenes rodeadas de la sangre de los claveles. Descansamos, pero no sólo. Porque disfrutar del tiempo y el espacio es un bien escaso en el siglo XXI y permite redescubrir el deseo de belleza y de verdad que llevamos marcado a fuego. En realidad, todo lo hacemos por ansia de felicidad: formarnos –aunque cueste esfuerzo–, trabajar –aunque sudemos–, amar –aunque suframos–. Es sólo que el ritmo que imprimen la ambición, concentración competitividad cotidianas difumina el objetivo que originalmente nos propusimos. A veces hasta el extremo de que corremos y corremos tras una zanahoria imaginaria y nos morimos de repente sin haber percibido el ritmo silencioso de la vida, que discurre por debajo de semejante tráfago. Por eso las vacaciones están bien. Permiten retomar la profundidad de campo, el origen y la perspectiva. La risa de los amigos; el abrazo del ser amado; una noche bajo las estrellas con una rebeca entibiando la piel; el vino paladeado, reconcilian y reconducen. Mi itinerario pasa por el fondo del mar. Ya sabes, paciente lector, que mi tranquilidad renace al ritmo de los peces que se deslizan furtivos y amables. Ellos se dejan acunar por ritmos arcanos y testimonian un mundo que no nos necesita para existir, que se nos ofrece gratuitamente sin que lo merezcamos, que nos regala. A su calor redescubro el puro placer de ser.